Jorge Cortés Ancona
En tiempos en que cada vez hay más
gente que pone en entredicho las diversiones públicas con animales, podemos
recordar a quienes expresaron ideas similares en tiempos pasados.
En Yucatán ha habido
varios casos cuando menos de 130 años para acá, incluyendo el caso dual del
poeta vallisoletano Delio Moreno Cantón, expresado en dos poemas antagónicos de
distinto estado de ánimo: “Una corrida de antaño” y “Filosofando”. El primero escrito
en algún momento entre 1880 y 1915; el segundo fechado en 1892.
El que expresa el
temple y la valentía de la fiesta brava se titula “Una corrida de antaño”,
poema narrativo dividido en tres partes y estróficamente en romance, con
diferente rima en cada una. En el poema, ambientado en los tiempos coloniales
de Mérida, se entrelazan un amor no correspondido y una demostración de valor
que hace inminente un cambio favorable de la negativa amorosa.
Don Alonso de
Montero, “galán de hidalga familia”, sufre el desdén de Leonor de Olivares y
por ello el día de la corrida de toros en que la provincia jura al nuevo rey, a
pesar de ser “el más vitoreado / por su destreza en las lidias”, decide
permanecer en el tablado. Entre cohetes, música y “una confusa algazara”, toda
Mérida luce de gala, mientras don Alonso, al mirar a su amada, sentada junto a
don Pedro de Olivares, su padre, se lamenta “de que cuerpo tan hermoso / tenga
tan duras entrañas”.
El rejoneo empieza
con un toro negro y luego siguen otros, incluyendo uno espantadizo, que
permiten el lucimiento de los donceles en el ruedo. Pero en un momento dado
todas las caras se vuelven anhelantes hacia el toril porque viene “un toro
grande de aguada / cuya viveza y bravura / mucho ha anunciado la fama. / Es
bayo el color del cuerpo, / negro el testuz, piernas blancas / y los dos cuernos
abiertos / y con puntas aguzadas”. En una de sus embestidas derriba a un
caballo con todo y jinete y ninguno de los rejoneadores puede dominarlo, al
grado de dejar solo al toro, “señoreando la plaza”.
Disgustado, el
anciano Pedro de Olivares, famoso por haber sido un diestro y bravo garrochador
de toros, clama contra la cobardía que está presenciando: “¡Malhaya el vigor
que nunca / ha de volver a mi brazo, / pues no se diría con burla / que en
Mérida no hay galanes / que a reses bravas acudan, / para impedir que venciendo
/ se quede en la plaza alguna”. A lo cual don Alonso dará respuesta tirándose
al coso, montando el caballo que dejó el herido y empuñando la lanza. La
descripción del lance es muy emotiva, plasmando con intensidad la lucha entre
el toro y el joven, que concluye cuando éste logra clavarle la lanza en la nuca
al astado.
Una vez consumada la
hazaña, don Alonso se acerca a don Pedro y por ende a Leonor para expresar que
“ya no se dirá que en Mérida / faltan galanes que acudan / a correr las reses
bravas”. Por último, se vuelve hacia la dama para hacerle ver que al estar tan
emocionada no es tan dura de entrañas y en seguida se retira entre “los
aplausos / ruidosos que le tributan”.
Tanto por su
expresión como por su tema y ambiente, este poema se enlaza a la tradición
española, con reminiscencias de “Fiesta de toros en Madrid”, de Nicolás
Fernández de Moratín y de los romances históricos del Duque de Rivas. En esta
estampa de sabor colonial la esquivez amorosa femenina cede ante la demostración
de valentía. A su vez, la lucha donde el humano triunfa sobre sus pasiones de
violencia y de enamoramiento crea un entorno heroico en la popular fiesta de
toros.
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