viernes, 3 de julio de 2020

Delio Moreno Cantón y los toros



                         Jorge Cortés Ancona

En tiempos en que cada vez hay más gente que pone en entredicho las diversiones públicas con animales, podemos recordar a quienes expresaron ideas similares en tiempos pasados.
En Yucatán ha habido varios casos cuando menos de 130 años para acá, incluyendo el caso dual del poeta vallisoletano Delio Moreno Cantón, expresado en dos poemas antagónicos de distinto estado de ánimo: “Una corrida de antaño” y “Filosofando”. El primero escrito en algún momento entre 1880 y 1915; el segundo fechado en 1892.
El que expresa el temple y la valentía de la fiesta brava se titula “Una corrida de antaño”, poema narrativo dividido en tres partes y estróficamente en romance, con diferente rima en cada una. En el poema, ambientado en los tiempos coloniales de Mérida, se entrelazan un amor no correspondido y una demostración de valor que hace inminente un cambio favorable de la negativa amorosa.
Don Alonso de Montero, “galán de hidalga familia”, sufre el desdén de Leonor de Olivares y por ello el día de la corrida de toros en que la provincia jura al nuevo rey, a pesar de ser “el más vitoreado / por su destreza en las lidias”, decide permanecer en el tablado. Entre cohetes, música y “una confusa algazara”, toda Mérida luce de gala, mientras don Alonso, al mirar a su amada, sentada junto a don Pedro de Olivares, su padre, se lamenta “de que cuerpo tan hermoso / tenga tan duras entrañas”.
El rejoneo empieza con un toro negro y luego siguen otros, incluyendo uno espantadizo, que permiten el lucimiento de los donceles en el ruedo. Pero en un momento dado todas las caras se vuelven anhelantes hacia el toril porque viene “un toro grande de aguada / cuya viveza y bravura / mucho ha anunciado la fama. / Es bayo el color del cuerpo, / negro el testuz, piernas blancas / y los dos cuernos abiertos / y con puntas aguzadas”. En una de sus embestidas derriba a un caballo con todo y jinete y ninguno de los rejoneadores puede dominarlo, al grado de dejar solo al toro, “señoreando la plaza”.
Disgustado, el anciano Pedro de Olivares, famoso por haber sido un diestro y bravo garrochador de toros, clama contra la cobardía que está presenciando: “¡Malhaya el vigor que nunca / ha de volver a mi brazo, / pues no se diría con burla / que en Mérida no hay galanes / que a reses bravas acudan, / para impedir que venciendo / se quede en la plaza alguna”. A lo cual don Alonso dará respuesta tirándose al coso, montando el caballo que dejó el herido y empuñando la lanza. La descripción del lance es muy emotiva, plasmando con intensidad la lucha entre el toro y el joven, que concluye cuando éste logra clavarle la lanza en la nuca al astado.
Una vez consumada la hazaña, don Alonso se acerca a don Pedro y por ende a Leonor para expresar que “ya no se dirá que en Mérida / faltan galanes que acudan / a correr las reses bravas”. Por último, se vuelve hacia la dama para hacerle ver que al estar tan emocionada no es tan dura de entrañas y en seguida se retira entre “los aplausos / ruidosos que le tributan”.
Tanto por su expresión como por su tema y ambiente, este poema se enlaza a la tradición española, con reminiscencias de “Fiesta de toros en Madrid”, de Nicolás Fernández de Moratín y de los romances históricos del Duque de Rivas. En esta estampa de sabor colonial la esquivez amorosa femenina cede ante la demostración de valentía. A su vez, la lucha donde el humano triunfa sobre sus pasiones de violencia y de enamoramiento crea un entorno heroico en la popular fiesta de toros.
                   




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