Jorge Cortés Ancona
Tal vez estamos viendo aparecer un nuevo tema en la literatura mexicana que es el de quienes vivieron su infancia en los años setenta, sujetos a las ideas radicales que se vivían en esa década. Tiempos de hippies, experimentos sociales y fervores ideológicos que condicionaron conductas y consumos posteriores, marcando profundamente las condiciones de adaptación social en la vida adolescente y adulta.
Ese es un punto de partida de la novela “El cuerpo en que nací”, de la escritora mexicana Guadalupe Nettel, narrada en primera persona ante una psicoanalista, pero incluyendo también las confesiones que la narradora se hace a sí misma y comentarios acerca de la propia escritura de la novela.
Con la seña de identidad del epígrafe de Allen Ginsberg que le da título, la novela abunda en los hechos de tan relativa dimensión como son los dramas rutinarios de la vida familiar o las barreras que una niña tímida tiene que soportar en la escuela. Con ello se enfatiza que en el fondo, estos hechos de distintas repercusiones constituyen el sustrato emocional e intelectual de un escritor, tallado a base de vivencias. Una consistencia personal no tan visible por aparentemente trivial, pero que define un carácter y un destino. El aprendizaje de quien relata su historia en un autorreconocimiento y un ajuste de cuentas con la vida.
De manera recurrente, la narradora hace referencia a los trilobites, identificándose con ellos. Una especie animal que dominó hace cientos de millones de años y que representa la adaptación para sobrevivir, la capacidad de mutar en nuevas especies, para prolongar el proceso vital. Una forma de vida que conocemos en su condición de fósil, una huella que persiste a pesar de las transformaciones del mundo propio.
La novela trascurre por todos los espacios que constituyen el poder delimitador de nuestras vidas: la escuela, la clínica (y la medicalización, en este caso oftalmológica), la cárcel, el barrio. También en sitios exóticos o marginales como una comuna o una violenta vecindad de inmigrantes en una ciudad francesa. Y entre sus constantes figuran los hechos vinculados a las tensiones que se generan en materia de clases sociales. De modo lapidario: “en México las clases sociales no le piden nada a las castas de la India” (p. 172).
Una parte especialmente instructiva es la de la solución de la abuela al problema de que a la narradora no le permitiesen jugar futbol en un club deportivo. En vez de apelar racionalmente a la igualdad de género ni a los derechos de las chicas, lo cual seguramente le habría ocasionado una furiosa negativa, apeló a la compasión: una anciana que vive un calvario y que prefiere pagar para que su nieta llena de energía pase su tiempo libre en una institución deportiva y no, en cambio, lo haga jugando en la calle con desconocidos. El éxito en la gestión fue inmediato. Pequeña alegoría de cómo funcionan la política y la sociedad en nuestras tierras.
Las peculiaridades biográficas le permiten a la narradora una convivencia universalista desde la infancia, ya sea en el paso geográfico que involucra el D.F. Cuernavaca, algunas ciudades norteamericanas y el sur de Francia, que le permiten convivir con gente de todos los continentes. Pero también en el paso de las generaciones, como la relación con la abuela que representa la mentalidad decimonónica o la madre que se quedó atorada en las contradicciones e inadaptaciones de la década de los setenta.
He ahí una palabra clave en esta historia que nunca deja de ser interesante: adaptarse, ya sea al mundo, a la vida, a la familia, a las amistades o a los amores. Pero sobre todo al propio cuerpo, en última instancia el verdadero protagonista en modificación permanente. Porque “el cuerpo en que nacimos no es el mismo en el que dejamos el mundo” (p. 196). La historia de las transformaciones de un cuerpo en una vida. Una autobiografía de las mutaciones personales.
Nettel, Guadalupe: El cuerpo en que nací, Anagrama, México, 2011, 196 págs.
jueves, 22 de marzo de 2012
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