Alguna vez expresaba mi asombro y decepción por esa actitud de los yucatecos tan tendiente al inmediatismo, una mentalidad en la que si no hay resultados favorables rápidos o la perspectiva de una fácil ventaja material, no se emprende nada. De igual modo, esa pasmosa pasividad, esa paciencia desesperante de las clases bajas yucatecas.
Un amigo a quien le hacía el comentario me respondió que había que entender las difíciles condiciones en que se había desarrollado la vida en Yucatán. Lo duro de adaptarse al extremo calor, la humedad, los insectos, la tierra pedregosa, el aislamiento geográfico de otras épocas, y para colmo la opresión colonial y la esclavitud en las haciendas. Lo yucatecos han luchado duro para sobrevivir con dignidad en esta tierra.
La respuesta me hizo cavilar sobre sus alcances y posibles contradicciones. Pero por obra de las vueltas que da la vida, el mismo amigo me hizo la misma pregunta, aunque planteada de otro modo. Su queja tenía que ver con la exigencia de una reciprocidad o una remuneración respecto a cualquier petición que se hiciera en materia educativa o meramente amistosa. No se podía pedir nada sin que apareciera la exigencia de una compensación por la tarea o el favor solicitados.
Había que ampliar la respuesta anteriormente dada. Como una imprevista consecuencia de la primera respuesta, los yucatecos de las clases populares y rurales se han acostumbrado a que les quieran inculcar acciones o costumbres ajenas a sus necesidades, a que los manejen como cifras en experimentos y acarreos de todo tipo (no sólo político-partidistas, ojo).
Como ejemplo recuerdo a un pescador de San Felipe que allá por 1981 se quejaba de un rancho de tilapias que habían construido en una especie de ojo de agua cerca de Buctzotz, lo cual fue una ocurrencia de unos funcionarios federales que desde un helicóptero creyeron que esa hondonada equivalía a una laguna. Por supuesto que los resultados fueron desfavorables y costosos y el pescador se quejaba de por qué nunca les preguntaban a ellos qué era más conveniente; a ellos que tenían la experiencia del trabajo y del lugar. Por qué nunca les preguntaban cuáles eran sus necesidades reales.
La gente se ha dado cuenta de que son una meta a cubrir, que son objeto de necesidades a cumplir en programas de orden público que a menudo están distantes del contexto en que se desenvuelven. Por ello, a quienes más interesa que se cumplan esos objetivos es a los funcionarios y no a la propia gente.
Conforme a ello, siempre van a obedecer cuando se les proponga que cultiven alcachofas, que construyan sus casas con madera de cerezo, que usen técnicas agrícolas tibetanas, que bailen polkas, que aprendan a hablar finlandés o que se embriaguen con vermut.
Van a obedecer pero con remuneración de por medio, pues a ellos no les interesa ni les gusta ni les sirve nada de eso en su realidad inmediata, aun cuando todo ello pueda tener importancia en otros entornos del mundo. A quienes les interesa que esas acciones se cumplan es a los funcionarios, sobre todo federales, que por añeja mala costumbre han pretendido estandarizar a todo México, como si las zonas montañosas fueran iguales que las zonas costeras, selváticas o desérticas.
Es decir, que hay una lógica de por medio. No eres tú, funcionario federal (o lo que sea) el que me está haciendo el favor, sino yo el que te está ayudando a cumplir con lo que te han encomendado en tu oficina. Tú eres el que cree que eso a mí me sirve, no yo. Y a ti te pagan por ello, a mí no. Así que retribuye. De este modo se manifiesta una parte del pragmatismo yucateco.
martes, 12 de octubre de 2010
viernes, 25 de junio de 2010
El fantasma del colonialismo
Si hay pueblos que han sido poco admirados en la Historia, esos son los que vivieron en el área cultural llamada Aridamérica, que comprende vastas regiones de lo que hoy es el norte de México y el suroeste de Estados Unidos. Un territorio de pueblos nómadas dedicados a la caza y a la recolección en zonas desérticas, y que sobrevivieron en esas regiones durante milenios debido a que su población no era abundante y la naturaleza les brindaba más que lo suficiente para comer.
En contraste con los pueblos de Mesoamérica, los aridoamericanos no se distinguieron por sus conocimientos de agricultura ni les hizo falta saber gran cosa de arquitectura. En buena medida, por esas razones nos son tan poco conocidos, al grado de que injustamente no acostumbramos incluirlos en la secuencia del orgullo histórico mexicano.
Entre esos pueblos están los pericúes, que habitaron el extremo meridional de lo que ahora es el estado de Baja California Sur y que constituyen el tema del drama La guaycura fantasma, de Mario Jaime (nacido en México, D.F. en 1977), que se basa en el suceso histórico de la rebelión de los pericúes en 1734 e integra al desarrollo de la trama el espacio mítico tanto indígena como católico.
La obra se divide en tres partes llamadas tiempos, en tres zonas distintas del actual territorio sudbajacaliforniano, plasmando con una gran capacidad de síntesis los hechos relevantes que conformaron esta poco difundida rebelión indígena del siglo XVIII, cuyos puntos neurálgicos fueron los respectivos tormentos de los misioneros jesuitas Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral.
El celo jesuita, apoyado por la transición que representan los pericúes mestizos o convertidos al cristianismo, choca con la experiencia de vida de este pueblo del desierto. Esto implica que la obra no sólo se ocupa de los hechos violentos del suceso sino que también se adentra en la conciencia de los personajes protagónicos como ocurre con el más complejo del dramatis personae que es Atzú, el cual entre otros conflictos interiores tiene el de estar lleno de dudas religiosas por las inconsistencias bíblicas y el remordimiento por haber dejado a su esposa guaycura para seguir obediente la prédica de los jesuitas.
En contraposición está la figura de Nicolás Tamaral, con la acostumbrada intolerancia de los misioneros por la poligamia de nuestros pueblos originarios y agobiado por las obsesiones sexuales que lo invaden y terminarán provocando su derrota interior: “Pero Señor, ni siquiera conozco su nombre es una india nocturna, sus ojos me derriban, pienso en ella y me precipito a los infiernos ¡Qué dulce infierno! ¡Ah! ¡Qué dulce! No quiero olvidarte, no puedo, deseo, deseo. Satán, tu arma es la mujer” (p. 24).
Los pericúes se llaman a sí mismos “los hombres azules” y en la obra presagian su extinción, no sin antes luchar hasta la muerte. Sus razones se escuchan por boca del cacique rebelde Domingo Botón: “Nos concentramos en trabajar para el otro. Nos concentramos en amar lo que nos imponen los otros. Nos concentramos en comprender los discursos que no han salido de nuestro pulmón. Volveremos a ser la respiración del pez. Volveremos si nuestro brazo es capaz de calentarse como la sangre”.
En términos generales, el drama cobra parte de su tensión en los azotes del colonialismo, como resume el caudillo Chicori: “Si ustedes nos lastiman es justicia, si nosotros les respondemos con fuerza igual, somos criminales. Ya conocemos ese pensamiento” (p. 51).
Un personaje que simboliza el poder y la caída de estos pueblos es Airapí, la mujer guaicura, que es otro de los pueblos que habitaron esa región. Su nombre es igual al topónimo originario de la actual ciudad de La Paz y es una mujer que abandonó a su pueblo para irse con Atzú, quien a su vez la abandonó. Su condición femenina tiene un carácter polimórfico al ser víctima de ese abandono, al ser objeto de la obsesión sexual del jesuita Tamaral que la viola y al encarnar un espíritu de lucha y sufrimiento como una diosa.
Es de celebrar que el autor indague en este hecho histórico que merece ser conocido ampliamente y que desarrolle un drama donde la cruda Historia quede subsumida principalmente en el imaginario de los combatientes vencidos. Aunque la obra se ubica en un espacio determinado en el tiempo y el espacio, con referencias a una cultura determinada, alcanza una dimensión de universalidad, con la particularidad de que aquí se da un cierre definitivo y no una circularidad del mito.
Sin duda, este drama inquiere por el sustrato cultural del norte de México, una vasta región que en los diferentes géneros literarios está indagando el proceso histórico-social de una realidad cuya riqueza y complejidad se revelan cada vez más.
La guaycura fantasma obtuvo el Premio Estatal de Dramaturgia Ciudad de La Paz, en 2009, con un jurado integrado por Sigifredo Esquivel Marín, Javier Acosta y Juan José Macías.
Jaime, Mario: La guaycura fantasma, Instituto Sudcaliforniano de Cultura, La Paz, 2009, 75 pp.
En contraste con los pueblos de Mesoamérica, los aridoamericanos no se distinguieron por sus conocimientos de agricultura ni les hizo falta saber gran cosa de arquitectura. En buena medida, por esas razones nos son tan poco conocidos, al grado de que injustamente no acostumbramos incluirlos en la secuencia del orgullo histórico mexicano.
Entre esos pueblos están los pericúes, que habitaron el extremo meridional de lo que ahora es el estado de Baja California Sur y que constituyen el tema del drama La guaycura fantasma, de Mario Jaime (nacido en México, D.F. en 1977), que se basa en el suceso histórico de la rebelión de los pericúes en 1734 e integra al desarrollo de la trama el espacio mítico tanto indígena como católico.
La obra se divide en tres partes llamadas tiempos, en tres zonas distintas del actual territorio sudbajacaliforniano, plasmando con una gran capacidad de síntesis los hechos relevantes que conformaron esta poco difundida rebelión indígena del siglo XVIII, cuyos puntos neurálgicos fueron los respectivos tormentos de los misioneros jesuitas Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral.
El celo jesuita, apoyado por la transición que representan los pericúes mestizos o convertidos al cristianismo, choca con la experiencia de vida de este pueblo del desierto. Esto implica que la obra no sólo se ocupa de los hechos violentos del suceso sino que también se adentra en la conciencia de los personajes protagónicos como ocurre con el más complejo del dramatis personae que es Atzú, el cual entre otros conflictos interiores tiene el de estar lleno de dudas religiosas por las inconsistencias bíblicas y el remordimiento por haber dejado a su esposa guaycura para seguir obediente la prédica de los jesuitas.
En contraposición está la figura de Nicolás Tamaral, con la acostumbrada intolerancia de los misioneros por la poligamia de nuestros pueblos originarios y agobiado por las obsesiones sexuales que lo invaden y terminarán provocando su derrota interior: “Pero Señor, ni siquiera conozco su nombre es una india nocturna, sus ojos me derriban, pienso en ella y me precipito a los infiernos ¡Qué dulce infierno! ¡Ah! ¡Qué dulce! No quiero olvidarte, no puedo, deseo, deseo. Satán, tu arma es la mujer” (p. 24).
Los pericúes se llaman a sí mismos “los hombres azules” y en la obra presagian su extinción, no sin antes luchar hasta la muerte. Sus razones se escuchan por boca del cacique rebelde Domingo Botón: “Nos concentramos en trabajar para el otro. Nos concentramos en amar lo que nos imponen los otros. Nos concentramos en comprender los discursos que no han salido de nuestro pulmón. Volveremos a ser la respiración del pez. Volveremos si nuestro brazo es capaz de calentarse como la sangre”.
En términos generales, el drama cobra parte de su tensión en los azotes del colonialismo, como resume el caudillo Chicori: “Si ustedes nos lastiman es justicia, si nosotros les respondemos con fuerza igual, somos criminales. Ya conocemos ese pensamiento” (p. 51).
Un personaje que simboliza el poder y la caída de estos pueblos es Airapí, la mujer guaicura, que es otro de los pueblos que habitaron esa región. Su nombre es igual al topónimo originario de la actual ciudad de La Paz y es una mujer que abandonó a su pueblo para irse con Atzú, quien a su vez la abandonó. Su condición femenina tiene un carácter polimórfico al ser víctima de ese abandono, al ser objeto de la obsesión sexual del jesuita Tamaral que la viola y al encarnar un espíritu de lucha y sufrimiento como una diosa.
Es de celebrar que el autor indague en este hecho histórico que merece ser conocido ampliamente y que desarrolle un drama donde la cruda Historia quede subsumida principalmente en el imaginario de los combatientes vencidos. Aunque la obra se ubica en un espacio determinado en el tiempo y el espacio, con referencias a una cultura determinada, alcanza una dimensión de universalidad, con la particularidad de que aquí se da un cierre definitivo y no una circularidad del mito.
Sin duda, este drama inquiere por el sustrato cultural del norte de México, una vasta región que en los diferentes géneros literarios está indagando el proceso histórico-social de una realidad cuya riqueza y complejidad se revelan cada vez más.
La guaycura fantasma obtuvo el Premio Estatal de Dramaturgia Ciudad de La Paz, en 2009, con un jurado integrado por Sigifredo Esquivel Marín, Javier Acosta y Juan José Macías.
Jaime, Mario: La guaycura fantasma, Instituto Sudcaliforniano de Cultura, La Paz, 2009, 75 pp.
viernes, 7 de agosto de 2009
Nueve tomas para El espejo, de Tarkovski
Jorge Cortés Ancona
Ha habido una concepción poética en la cinematografía y uno de los que mejor la han plasmado es el cineasta ruso Andrei Tarkovski. Sus películas están llenas de imágenes con una concentración tan poderosa como la de los haikús y los de otras formas rigurosamente sintéticas de la poesía.
Ahora que en el Teatro Mérida el ICY lleva a cabo una muestra con lo mejor de su filmografía, reproduzco a continuación una serie de nueve haikús que escribí a partir de algunas escenas de la película El espejo (1975). Estas minucias en verso no son siquiera un pálido reflejo de las mágicas imágenes que Tarkovski es capaz de hacer vivibles con su lente, su temple y su inteligencia.
Nueve tomas para El espejo, de Tarkovsky
1
Mujer fumando.
Los arbustos se mueven.
Se acerca un hombre
2
La palizada.
Niños sobre la hamaca.
Cae la valla.
3
En el incendio
contemplar es posible
el verde bosque.
4
Una mujer corriendo.
La lluvia arrecia.
Palabra oculta.
5
Del techo caen
breves trozos de vida
sobre papeles.
6
Guerra Civil
y una errata en el libro:
la mujer llora.
7
Pasión de muerte.
Nostalgia de otra vida.
España y Rusia.
8
Sola y con lágrimas,
la mujer en la ducha:
vuelve el incendio.
9
Vida en color,
recuerdo en blanco y negro
sobre el presente.
Ha habido una concepción poética en la cinematografía y uno de los que mejor la han plasmado es el cineasta ruso Andrei Tarkovski. Sus películas están llenas de imágenes con una concentración tan poderosa como la de los haikús y los de otras formas rigurosamente sintéticas de la poesía.
Ahora que en el Teatro Mérida el ICY lleva a cabo una muestra con lo mejor de su filmografía, reproduzco a continuación una serie de nueve haikús que escribí a partir de algunas escenas de la película El espejo (1975). Estas minucias en verso no son siquiera un pálido reflejo de las mágicas imágenes que Tarkovski es capaz de hacer vivibles con su lente, su temple y su inteligencia.
Nueve tomas para El espejo, de Tarkovsky
1
Mujer fumando.
Los arbustos se mueven.
Se acerca un hombre
2
La palizada.
Niños sobre la hamaca.
Cae la valla.
3
En el incendio
contemplar es posible
el verde bosque.
4
Una mujer corriendo.
La lluvia arrecia.
Palabra oculta.
5
Del techo caen
breves trozos de vida
sobre papeles.
6
Guerra Civil
y una errata en el libro:
la mujer llora.
7
Pasión de muerte.
Nostalgia de otra vida.
España y Rusia.
8
Sola y con lágrimas,
la mujer en la ducha:
vuelve el incendio.
9
Vida en color,
recuerdo en blanco y negro
sobre el presente.
El hogar de los animales Ada
El tema del mundo femenino respecto al nacimiento, la maternidad y la muerte guía El hogar de los animales Ada, de la poeta española Yaiza Martínez. Es un libro que encarna una visión de la Naturaleza desde las fuerzas primigenias instintivas, de la familia y la camada, con el poder genésico no sólo natural sino en todos los aspectos de la vida.
El poemario se divide en tres partes. La primera se titula “La búsqueda y hermanos como ballenatos”. Al principio los vocablos relacionados con el parto cobran otros sentidos metafóricos que hacen ver el acto de dar a luz en una extensión del cuerpo materno, en una integración de vista y de sonidos, de una relación de adentro y afuera en movimiento. Así lo vemos en “Sólo así/ plúmbea/ por los instintos/ su voz le alumbra/ también/ señalando el camino”, en “Al hacerse matriz/ lo estrecho gotea hacia la nube/ infinita” y en “Y del giro brota el hijo/ tu palabra es hombre/ ceguera es presente”.
Se enuncia todo el proceso de vida como rupturas continuas, en una fragmentación que sin embargo es un todo. El nombrar hace posible en sacar a la luz, en crear, incluso la muerte. Esa creación es parte del tema del tejer, actividad asociada arquetípicamente con lo femenino, como se ve en el poema Arácnide, mientras que la confrontación entre el deseo engendrador que late siempre en el momento de un dar luz y la muerte al nacer (“Tu único sitio fue/ la ausencia de aire”) es más notorio en las cuatro partes del poema Arqueología de cuerpo.
La segunda parte se titula igual que el libro: El hogar de los animales Ada, dedicada a sus dos hijos “Samuel y Ada, racimos de oro”. La construcción de una arquetípica casa y el crecer de una familia se extiende en una proyección cósmica, adentrándose en lo esencial con una expresión escueta. Se vive otro nacimiento, como una renovada posibilidad de vida: “Apenas un año antes de que su regalo llegase/ con dedos de maíz y ojitos de vaca/ habíamos construido una casa// sin contrariar a la diosa/ temiendo su réplica”. Esa renovación de la vida es triunfo contra el Miedo: “y sin embargo,/ ya no temo el silencio del Edén// ya no busco la luz”. Porque en sus palabras se escucha un “susurro vital que es una música”.
La tercera parte se titula “El poema es la expiación”. El nombrar y el señalar son formas de ir hacia el otro, además de mirarlo, pero también de hacer una separación: “la cosa y su palabra/ sin rozarse/ los índices extendidos”. Con sus connotaciones religiosas, la nueva forma del padre se aúna al silencio de una expiación, del “dolor atragantado”, de un final con culpa. Entre las formas que albergan está la mirada que no quiere tener certezas: el poema es el cosmos.
Yaiza Martínez (Las Palmas de Gran Canaria, 1973) es autora de un poemario previo: Rumia Lilith (2001) y de la novela Las mujeres solubles (2007). Vivió y estudió en Madrid y reside actualmente en la ciudad de Cabra.
Martínez, Yaiza: El hogar de los animales Ada, Devenir-Poesía No. 207, Madrid, 2007, 76 pp.
Jorge Cortés Ancona
El poemario se divide en tres partes. La primera se titula “La búsqueda y hermanos como ballenatos”. Al principio los vocablos relacionados con el parto cobran otros sentidos metafóricos que hacen ver el acto de dar a luz en una extensión del cuerpo materno, en una integración de vista y de sonidos, de una relación de adentro y afuera en movimiento. Así lo vemos en “Sólo así/ plúmbea/ por los instintos/ su voz le alumbra/ también/ señalando el camino”, en “Al hacerse matriz/ lo estrecho gotea hacia la nube/ infinita” y en “Y del giro brota el hijo/ tu palabra es hombre/ ceguera es presente”.
Se enuncia todo el proceso de vida como rupturas continuas, en una fragmentación que sin embargo es un todo. El nombrar hace posible en sacar a la luz, en crear, incluso la muerte. Esa creación es parte del tema del tejer, actividad asociada arquetípicamente con lo femenino, como se ve en el poema Arácnide, mientras que la confrontación entre el deseo engendrador que late siempre en el momento de un dar luz y la muerte al nacer (“Tu único sitio fue/ la ausencia de aire”) es más notorio en las cuatro partes del poema Arqueología de cuerpo.
La segunda parte se titula igual que el libro: El hogar de los animales Ada, dedicada a sus dos hijos “Samuel y Ada, racimos de oro”. La construcción de una arquetípica casa y el crecer de una familia se extiende en una proyección cósmica, adentrándose en lo esencial con una expresión escueta. Se vive otro nacimiento, como una renovada posibilidad de vida: “Apenas un año antes de que su regalo llegase/ con dedos de maíz y ojitos de vaca/ habíamos construido una casa// sin contrariar a la diosa/ temiendo su réplica”. Esa renovación de la vida es triunfo contra el Miedo: “y sin embargo,/ ya no temo el silencio del Edén// ya no busco la luz”. Porque en sus palabras se escucha un “susurro vital que es una música”.
La tercera parte se titula “El poema es la expiación”. El nombrar y el señalar son formas de ir hacia el otro, además de mirarlo, pero también de hacer una separación: “la cosa y su palabra/ sin rozarse/ los índices extendidos”. Con sus connotaciones religiosas, la nueva forma del padre se aúna al silencio de una expiación, del “dolor atragantado”, de un final con culpa. Entre las formas que albergan está la mirada que no quiere tener certezas: el poema es el cosmos.
Yaiza Martínez (Las Palmas de Gran Canaria, 1973) es autora de un poemario previo: Rumia Lilith (2001) y de la novela Las mujeres solubles (2007). Vivió y estudió en Madrid y reside actualmente en la ciudad de Cabra.
Martínez, Yaiza: El hogar de los animales Ada, Devenir-Poesía No. 207, Madrid, 2007, 76 pp.
Jorge Cortés Ancona
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lunes, 16 de marzo de 2009
La música verbal de Luis Rosado Vega
Jorge Cortés Ancona
Hay onomatopeyas que saltan al oído de manera que podríamos llamar objetiva. Demasiado obvias, a pesar de que en última instancia son tan arbitrarias como cualquier otra onomatopeya. Sin embargo, un consenso receptor las da por válidas, como reproductoras de los sonidos.
No diría lo mismo, en cambio, de otras onomatopeyas más subjetivas. Los sonidos no equivalen a lo que evocan, pero algo, indefinible, incatalogable, nos hace sentir como vivo aquello que se menciona en el poema. Es el caso del poema Campanas, de Luis Rosado Vega.
Mi primer contacto con ese poema fue en un exageradamente maratónico certamen de declamación (68 participantes, en un solo día), en donde escucharlo fue uno de los momentos de mayor frescura de aquella prolongada pasarela. Tan fresco que le mereció a su púber intérprete uno de los tres primeros lugares.
Me parecía estar escuchando las campanas. No era el “talán, talán”, con que arbitrariamente expresamos el sonido en español, sino una rara combinación sintáctica (repeticiones y yuxtaposiciones) y fonética (vocales fuertes y eles) que me hace oír las campanas al vuelo: “Campanas, / clamorosas campanas de mi pueblo; / lejanas campanas, /¡Cómo parece que os estoy oyendo!”.
Pasada esta claridad sonora, el poema continúa volviendo opaco ese clamor de campanas: “Hay fiesta en mi pueblo; / las campanas lo dicen riendo, /lo gritan ufanas / con su vario son, / tocad recio, más recio, campanas /de mi corazón”.
Poema un poco extenso, de estilo modernista y a base de una narración muy lírica, donde el sonar de las campanas puede oírse en distintos registros emotivos: “Y entre tanto las locas campanas / ufanas seguía con su alegre son. / Reían, reían / como si riesen en mi corazón”.
Y es que Rosado Vega tuvo uno de los mejores oídos de nuestra poesía yucateca. Una música verbal que no requería de la música instrumental para hacer valer su sonoridad, pero que sin embargo es tan flexible que se adecua maravillosamente a aquélla. No en vano el chemaxeño es el poeta que pasa por todas las etapas forjadoras de nuestra trova yucateca, como han comentado los investigadores Enrique Martín y Álvaro Vega.
Su poema más conocido, que es el de la canción Peregrina, tiene una estructura rítmica que además de ser analizada en sí misma, debería serlo también en función de la música compuesta por Ricardo Palmerín. Peregrina sigue un esquema rítmico de cláusulas de cuatro sílabas (o de tres, pero con terminación en aguda), con acentos tónicos en la tercera sílaba: “Peregrína-de ojos cláros-y divínos- y mejíllas-encendídas-de arreból”. (Este esquema por cierto es el que inmortalizó José Asunción Silva en su más conocido Nocturno “Una nóche-toda lléna-de perfúmes,-de murmúllos-y de músi-- ca de álas”).
La conjunción de estas dos músicas -la verbal del poema y la que proviene del compositor- han potenciado la sensibilidad de esa canción que ha traspasado tiempos y fronteras.
Hay onomatopeyas que saltan al oído de manera que podríamos llamar objetiva. Demasiado obvias, a pesar de que en última instancia son tan arbitrarias como cualquier otra onomatopeya. Sin embargo, un consenso receptor las da por válidas, como reproductoras de los sonidos.
No diría lo mismo, en cambio, de otras onomatopeyas más subjetivas. Los sonidos no equivalen a lo que evocan, pero algo, indefinible, incatalogable, nos hace sentir como vivo aquello que se menciona en el poema. Es el caso del poema Campanas, de Luis Rosado Vega.
Mi primer contacto con ese poema fue en un exageradamente maratónico certamen de declamación (68 participantes, en un solo día), en donde escucharlo fue uno de los momentos de mayor frescura de aquella prolongada pasarela. Tan fresco que le mereció a su púber intérprete uno de los tres primeros lugares.
Me parecía estar escuchando las campanas. No era el “talán, talán”, con que arbitrariamente expresamos el sonido en español, sino una rara combinación sintáctica (repeticiones y yuxtaposiciones) y fonética (vocales fuertes y eles) que me hace oír las campanas al vuelo: “Campanas, / clamorosas campanas de mi pueblo; / lejanas campanas, /¡Cómo parece que os estoy oyendo!”.
Pasada esta claridad sonora, el poema continúa volviendo opaco ese clamor de campanas: “Hay fiesta en mi pueblo; / las campanas lo dicen riendo, /lo gritan ufanas / con su vario son, / tocad recio, más recio, campanas /de mi corazón”.
Poema un poco extenso, de estilo modernista y a base de una narración muy lírica, donde el sonar de las campanas puede oírse en distintos registros emotivos: “Y entre tanto las locas campanas / ufanas seguía con su alegre son. / Reían, reían / como si riesen en mi corazón”.
Y es que Rosado Vega tuvo uno de los mejores oídos de nuestra poesía yucateca. Una música verbal que no requería de la música instrumental para hacer valer su sonoridad, pero que sin embargo es tan flexible que se adecua maravillosamente a aquélla. No en vano el chemaxeño es el poeta que pasa por todas las etapas forjadoras de nuestra trova yucateca, como han comentado los investigadores Enrique Martín y Álvaro Vega.
Su poema más conocido, que es el de la canción Peregrina, tiene una estructura rítmica que además de ser analizada en sí misma, debería serlo también en función de la música compuesta por Ricardo Palmerín. Peregrina sigue un esquema rítmico de cláusulas de cuatro sílabas (o de tres, pero con terminación en aguda), con acentos tónicos en la tercera sílaba: “Peregrína-de ojos cláros-y divínos- y mejíllas-encendídas-de arreból”. (Este esquema por cierto es el que inmortalizó José Asunción Silva en su más conocido Nocturno “Una nóche-toda lléna-de perfúmes,-de murmúllos-y de músi-- ca de álas”).
La conjunción de estas dos músicas -la verbal del poema y la que proviene del compositor- han potenciado la sensibilidad de esa canción que ha traspasado tiempos y fronteras.
Buenos días, camarada
Buenos días, camarada
Jorge Cortés Ancona
Una novela contada desde una mirada infantil, un recuerdo de vida donde los cambios se van dando de una manera imperceptible hasta que llegan a ser tan obvios que la sensación de pérdida obliga al recuento. Se trata de Buenos días, camarada, una novela del escritor Ondjaki, seudónimo que en una lengua angoleña significa “guerrero”.
La novela, escrita originalmente en portugués, se desarrolla en la Angola independiente, bajo el gobierno de Jose Edoardo Dos Santos y la oposición de Jonas Savimbi, cuando aún no había elecciones, el sistema alimentario se basaba en las cartillas de racionamiento y se contaba con educadores cubanos. Un niño, cuyo nombre no sabemos, relata en primera persona sus andanzas escolares y de juegos, resaltando los miedos y las observaciones respecto a las novedades que va viviendo de vista y de oídas.
Las comparaciones con el pasado colonial aparecen sobre todo a través de las palabras del camarada Antonio, el viejo criado que añora los tiempos bajo dominio portugués, que consideraba como de más orden. El niño, conforme a lo aprendido en la escuela, cree que ese pasado no podía ser mejor que la condición de independencia de su país. La comparación con el Portugal que conoce a través de las conversaciones con su tía Dada le hacen darse cuenta de que las realidades nacionales son distintas.
Las enseñanzas de los maestros cubanos, a quienes ven con admiración y a quienes habrán de extrañar a su partida son un referente de esa búsqueda ideal de la justicia social, de una lucha que las realidades económicas irán transformando. Como dice el protagonista: “Entonces también me di cuenta de que en un país, una cosa es el gobierno y otra cosa es el pueblo”.
El relato es fluido, suave, lleno de un lirismo propio de esa vida infantil donde el reconocimiento de la realidad se va dando gradualmente. Es inevitable, hablar de una novela de aprendizaje, en ese país africano que ve sus diferencias con los portugueses, los soviéticos y los cubanos. A éstos los ven con la admiración de verdaderos guerreros, pues como se dice en algún momento un angoleño probablemente no pelearía por la libertad de los cubanos, pero éstos sí lo hicieron por la libertad de los angoleños, con tanta valentía, al grado de que –según lo que este niño sabe- los sudafricanos huían antes de enfrentarse a ellos.
Es una Angola en tiempos de transición, que están formando el carácter de este chico. El contacto casero con las armas como las akás y las makarov (“Dibujar armas era normal, todo el mundo tenía pistolas en su casa o incluso akás”), los miedos como el que los estudiantes tienen hacia el Ataúd Vacío, esa fantasiosa banda de asesinos y violadores de maestras y alumnos -y cuya inquietud de que hayan llegado hace huir despavorida a toda una escuela- hablan por sí solos de lo que es crecer con los miedos a lo que no se conoce, con la experiencia de una realidad inventada con las palabras del poder.
Esta novela da pie para valorar distintas cosas como el aprendizaje obtenido con el contacto entre distintos pueblos y las condiciones de cambio de una sociedad. Con un tenue manejo de la ironía, sus gotas de humor y esa candidez que convive con la cruda realidad, tenemos una novela que nos hace pensar, por comparación, en nuestras propias sociedades latinoamericanas.
Los estereotipos del mundo africano quedan muy lejos. Lo que apreciamos en la lectura es la maestría de una narración que parece estar contando trivialidades pero que en el fondo son hechos que constituyen toda una lección de vida. El aprendizaje del niño es el mismo que nosotros tenemos guiados por su voz narrativa.
Ondjaki: Buenos días, camaradas, Almadía, Col. Mar Abierto Narrativa Contemporánea, Oaxaca, 2008, traducción de Ana Ma. García Iglesias.
Jorge Cortés Ancona
Una novela contada desde una mirada infantil, un recuerdo de vida donde los cambios se van dando de una manera imperceptible hasta que llegan a ser tan obvios que la sensación de pérdida obliga al recuento. Se trata de Buenos días, camarada, una novela del escritor Ondjaki, seudónimo que en una lengua angoleña significa “guerrero”.
La novela, escrita originalmente en portugués, se desarrolla en la Angola independiente, bajo el gobierno de Jose Edoardo Dos Santos y la oposición de Jonas Savimbi, cuando aún no había elecciones, el sistema alimentario se basaba en las cartillas de racionamiento y se contaba con educadores cubanos. Un niño, cuyo nombre no sabemos, relata en primera persona sus andanzas escolares y de juegos, resaltando los miedos y las observaciones respecto a las novedades que va viviendo de vista y de oídas.
Las comparaciones con el pasado colonial aparecen sobre todo a través de las palabras del camarada Antonio, el viejo criado que añora los tiempos bajo dominio portugués, que consideraba como de más orden. El niño, conforme a lo aprendido en la escuela, cree que ese pasado no podía ser mejor que la condición de independencia de su país. La comparación con el Portugal que conoce a través de las conversaciones con su tía Dada le hacen darse cuenta de que las realidades nacionales son distintas.
Las enseñanzas de los maestros cubanos, a quienes ven con admiración y a quienes habrán de extrañar a su partida son un referente de esa búsqueda ideal de la justicia social, de una lucha que las realidades económicas irán transformando. Como dice el protagonista: “Entonces también me di cuenta de que en un país, una cosa es el gobierno y otra cosa es el pueblo”.
El relato es fluido, suave, lleno de un lirismo propio de esa vida infantil donde el reconocimiento de la realidad se va dando gradualmente. Es inevitable, hablar de una novela de aprendizaje, en ese país africano que ve sus diferencias con los portugueses, los soviéticos y los cubanos. A éstos los ven con la admiración de verdaderos guerreros, pues como se dice en algún momento un angoleño probablemente no pelearía por la libertad de los cubanos, pero éstos sí lo hicieron por la libertad de los angoleños, con tanta valentía, al grado de que –según lo que este niño sabe- los sudafricanos huían antes de enfrentarse a ellos.
Es una Angola en tiempos de transición, que están formando el carácter de este chico. El contacto casero con las armas como las akás y las makarov (“Dibujar armas era normal, todo el mundo tenía pistolas en su casa o incluso akás”), los miedos como el que los estudiantes tienen hacia el Ataúd Vacío, esa fantasiosa banda de asesinos y violadores de maestras y alumnos -y cuya inquietud de que hayan llegado hace huir despavorida a toda una escuela- hablan por sí solos de lo que es crecer con los miedos a lo que no se conoce, con la experiencia de una realidad inventada con las palabras del poder.
Esta novela da pie para valorar distintas cosas como el aprendizaje obtenido con el contacto entre distintos pueblos y las condiciones de cambio de una sociedad. Con un tenue manejo de la ironía, sus gotas de humor y esa candidez que convive con la cruda realidad, tenemos una novela que nos hace pensar, por comparación, en nuestras propias sociedades latinoamericanas.
Los estereotipos del mundo africano quedan muy lejos. Lo que apreciamos en la lectura es la maestría de una narración que parece estar contando trivialidades pero que en el fondo son hechos que constituyen toda una lección de vida. El aprendizaje del niño es el mismo que nosotros tenemos guiados por su voz narrativa.
Ondjaki: Buenos días, camaradas, Almadía, Col. Mar Abierto Narrativa Contemporánea, Oaxaca, 2008, traducción de Ana Ma. García Iglesias.
miércoles, 7 de mayo de 2008
El mal del ímpetu
Mirando el siglo XIX, con su creciente auge industrial y una febril actividad productiva en comparación con los siglos anteriores, es de pensar que tendría que manifestarse una actitud de extrañeza y una reacción a favor de la naturaleza. Una resistencia a ser dominados por ese mundo industrial, que es una característica del movimiento romántico.
Una novela que de manera muy irónica expresa una actitud similar ante la naturaleza ante una industrialización apenas mencionada, es El mal del ímpetu, del ruso Iván Gonchárov (1812-1891), traducida por primera vez al español gracias a Selma Ancira. En esta novela corta la familia Zúrov padece de un impulso irresistible que los domina y que es el de volverse “incapaces de permanecer en casa durante el verano: en eso consiste esa dolencia extraña y mortal”.
“Una fuerza irresistible los expulsa de la ciudad” para llevarlos a recorridos a menudo no exentos de pequeños o grandes peligros: “se lanzan a vadear los ríos, se sumergen en los pantanos, se abren paso por entre tupidos matorrales cubiertos de espinas, trepan a los árboles más altos; ¡cuántas veces se han caído, se han precipitado en abismos, se han hundido en el lodo, han tiritado de frío e incluso, qué horror, han padecido hambre y sed!”.
El narrador en primera persona, Fílip Klímovich, se entera de este mal luego de percibir una extraña agitación en los tranquilos miembros de la familia. Asombrado por esos atisbos, recurre a su amigo Tiazhelenko, hombre que se pasa todo el día acostado, comiendo sin parar y si caso sentándose una sola vez para el almuerzo. Su inactividad es el polo opuesto de ese mal del ímpetu que aqueja a la familia Zúrov.
De sus deducciones se considera como culpable originario del mal a un hombre “pensativo y melancólico por naturaleza”, que es el huraño y frío Verenitsyn. Si ya esa condición despierta sospechas para estigmatizarlo, más lo será el pensar que es debido a sus múltiples andanzas por lugares exóticos, víctima de un conjuro, ya que “los hechiceros asiáticos siempre fueron más sabios que los europeos”.
Fílip Klímovich con la ayuda del holgazán Tizhelenko tratará de disuadir a la familia Zúrov y a Verenitsy de persistir en el mal. Tratarán por diversos medios de impedir sus andanzas o cuando menos de curarlos. De alejarlos de esa atracción por la naturaleza y las aventuras. Algo hay de una cruzada por ambos lados y por ello no es extraña la alusión a Pedro el Ermitaño.
Ya en esta novela estamos viendo un conflicto respecto a la naturaleza, que se está volviendo algo ajeno, salvaje, contrario a esa modernidad llena de urbanismo y racionalismo. Desde otro punto de vista parecerá una manía naturística, de atracción por un paraíso perdido. Un mundo ecológico en ciernes; “imagínense que en este trozo de paraíso terrenal han instalado una… ¿qué fábrica, mon oncle? Otra vez lo he olvidado”. Y es una fábrica de grasas llena de asfixiante humo.
La novela es ágil y divertida, con sus partes de fantasía en lo real como la abuela que puede predecir los cambios del clima con sólo tocarse alguna parte del cuerpo en que sufra dolencias. La misma abuela que aun ciega se empeña en ir hacia el campo a vivir las aventuras con los demás.
La novela refleja la creciente medicalización de la conducta social yde los afanes por controlar y disciplinar los cuerpos. Una aplicación foucaultiana en un análisis amplio sería muy provechosa para analizar este relato.
Como se puede ver Gonchárov fue un contemporáneo de Tolstoi, Dostoievski y Turguéniev. Menos conocido que éstos, ahora es posible acceder a su obra, avalado por la deliciosa traducción de Selma Ancira.
Gonchárov, Iván: El mal del ímpetu, Coedición Ediciones Fósforo-Ediciones Sin Nombre-Conaculta, México, 2007, traducción de Selma Ancira, 95 pp..
Una novela que de manera muy irónica expresa una actitud similar ante la naturaleza ante una industrialización apenas mencionada, es El mal del ímpetu, del ruso Iván Gonchárov (1812-1891), traducida por primera vez al español gracias a Selma Ancira. En esta novela corta la familia Zúrov padece de un impulso irresistible que los domina y que es el de volverse “incapaces de permanecer en casa durante el verano: en eso consiste esa dolencia extraña y mortal”.
“Una fuerza irresistible los expulsa de la ciudad” para llevarlos a recorridos a menudo no exentos de pequeños o grandes peligros: “se lanzan a vadear los ríos, se sumergen en los pantanos, se abren paso por entre tupidos matorrales cubiertos de espinas, trepan a los árboles más altos; ¡cuántas veces se han caído, se han precipitado en abismos, se han hundido en el lodo, han tiritado de frío e incluso, qué horror, han padecido hambre y sed!”.
El narrador en primera persona, Fílip Klímovich, se entera de este mal luego de percibir una extraña agitación en los tranquilos miembros de la familia. Asombrado por esos atisbos, recurre a su amigo Tiazhelenko, hombre que se pasa todo el día acostado, comiendo sin parar y si caso sentándose una sola vez para el almuerzo. Su inactividad es el polo opuesto de ese mal del ímpetu que aqueja a la familia Zúrov.
De sus deducciones se considera como culpable originario del mal a un hombre “pensativo y melancólico por naturaleza”, que es el huraño y frío Verenitsyn. Si ya esa condición despierta sospechas para estigmatizarlo, más lo será el pensar que es debido a sus múltiples andanzas por lugares exóticos, víctima de un conjuro, ya que “los hechiceros asiáticos siempre fueron más sabios que los europeos”.
Fílip Klímovich con la ayuda del holgazán Tizhelenko tratará de disuadir a la familia Zúrov y a Verenitsy de persistir en el mal. Tratarán por diversos medios de impedir sus andanzas o cuando menos de curarlos. De alejarlos de esa atracción por la naturaleza y las aventuras. Algo hay de una cruzada por ambos lados y por ello no es extraña la alusión a Pedro el Ermitaño.
Ya en esta novela estamos viendo un conflicto respecto a la naturaleza, que se está volviendo algo ajeno, salvaje, contrario a esa modernidad llena de urbanismo y racionalismo. Desde otro punto de vista parecerá una manía naturística, de atracción por un paraíso perdido. Un mundo ecológico en ciernes; “imagínense que en este trozo de paraíso terrenal han instalado una… ¿qué fábrica, mon oncle? Otra vez lo he olvidado”. Y es una fábrica de grasas llena de asfixiante humo.
La novela es ágil y divertida, con sus partes de fantasía en lo real como la abuela que puede predecir los cambios del clima con sólo tocarse alguna parte del cuerpo en que sufra dolencias. La misma abuela que aun ciega se empeña en ir hacia el campo a vivir las aventuras con los demás.
La novela refleja la creciente medicalización de la conducta social yde los afanes por controlar y disciplinar los cuerpos. Una aplicación foucaultiana en un análisis amplio sería muy provechosa para analizar este relato.
Como se puede ver Gonchárov fue un contemporáneo de Tolstoi, Dostoievski y Turguéniev. Menos conocido que éstos, ahora es posible acceder a su obra, avalado por la deliciosa traducción de Selma Ancira.
Gonchárov, Iván: El mal del ímpetu, Coedición Ediciones Fósforo-Ediciones Sin Nombre-Conaculta, México, 2007, traducción de Selma Ancira, 95 pp..
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