Es erróneo pensar que
“La dictadura perfecta”, dirigida por Luis Estrada, es una película de denuncia
contra el sistema político actual. Ante todo, debemos verla como una de las
manifestaciones mayores del cinismo que envuelve a nuestro sistema político
mexicano.
Es ampliamente
conocida la construcción de la imagen del presidente en turno a través del
control televisivo. Se habló tanto de ello en tantas páginas y tantos medios
audiovisuales, que poco sorprende haber llevado a la pantalla esa historia que
ya de por sí conlleva mucho de farsa. Incluso, se pretende mostrar a las redes
sociales y los periódicos impresos como medios secundarios, sujetos a los
dictados televisivos. Como han señalado algunos investigadores, el sistema mexicano ha llegado al grado de planear sus acciones impopulares o delicadas y prever todas las reacciones que podrían desatarse, a su vez con sus respectivos modos de contrarrestarlas y controlarlas. En toda medida económica previenen las posibles consecuencias; en cada paso que dan ya saben muy bien cuáles serán los diez siguientes. Por eso se atrevieron a imponer en simultáneo tantas reformas riesgosas (energética, fiscal, educativa, política, de seguridad, etc.). Sólo les ha costado trabajo controlar casos no previstos en el guión político como la tragedia de Ayotzinapa.
Ha habido mucha eficacia en la asimilación de las teorías de la comunicación y de las teorías literarias. Conforme a ellas, aunadas al pragmatismo político, pueden saber qué recursos emplear a fin de propiciar la reacción del público mayoritario a su conveniencia. Pueden mostrar al desnudo sus métodos de manipulación informativa y alardear su falta de ética periodística.
Por tanto, “La Dictadura Perfecta” no despertará conciencias y antes que remover la indignación, surtirá efecto de moraleja a través de una patraña: para los espectadores deberá quedar claro que quien manda es la televisión y que contra ésta no se puede hacer nada. Que la televisión construye la verdad que rige a este país y que cuenta con los medios para destruir toda personalidad ética irreprochable, tal como se ejemplifica con la trampa al diputado Morales, apodado “El Mesías”, opositor honesto del corrupto Carmelo Vargas, gobernador de un indefinido estado dominado por el narco.
En esta película de humor negro -cuyo título proviene de una famosa frase de Mario Vargas Llosa para caracterizar al régimen mexicano- se habla de cajas chinas, que consisten en cajas metidas dentro de otras de manera sucesiva. En literatura existe este recurso desde hace siglos y se le conoce como “construcción en abismo”, pero en lo que parece ser una variante de la jerga televisiva, consiste en desviar la atención hacia un hecho político de efectos riesgosos dando a conocer un suceso sensacionalista que acapara la atención del público.
Un tema similar ya había sido tratado en la película “Wag the Dog” (que en México circuló como “Escándalo en la Casa Blanca”), de Barry Levinson, en 1997, donde para desviar la atención de un escándalo sexual y de un fracaso bélico, se fabrica televisivamente una invasión a Albania y se remarca el drama de una niña huérfana albanesa que huía de las balas con su mascota, aunque se tratara en realidad de una grabación en estudio y un eficiente montaje.
“La Dictadura Perfecta” funciona también como una caja china. Primeramente demuestra que el público no distingue entre realidad y ficción y que en el fondo desea el engaño visualmente agradable. Si sufre con los melodramas telenovelescos más que con los auténticos de su propia vida, si cree que es verdad lo que ve en los “reality shows”, perfectamente aceptará esta perversa construcción de la realidad como preferible a la que efectivamente sucedió. Se buscan emociones, no verdades. O en todo caso, trayendo a colación otro recuerdo de Vargas Llosa, se goza con “la verdad de las mentiras”.
La moraleja dosificada a través del humor negro será que no es inútil toda lucha contra el sistema mexicano de poder. Que la represión campea con plena impunidad. Que a pesar de una conducta ética intachable moriremos en la mayor de las ignominias. Que las empresas televisivas constituyen el verdadero poder que manda en México y que no hay manera de contrarrestarlas. Que la propia Televisa puede darse el lujo de autoburlarse, de autoparodiarse en un filme, sin que ello traiga más consecuencias que un leve desahogo del público. Es más –caja china de nuevo- ante los problemas actuales funciona a manera de distractor menor.
La película es entretenida en sus dos horas y veintitrés minutos de duración, eficiente en todos sus aspectos técnicos cinematográficos, con correctas actuaciones de sus actores y actrices, muchos de ellos muy conocidos del público por laborar en Televisa. Como suele ocurrir con el cine mexicano, se muestra la modernidad, el refinamiento y el orden de la gran capital mexicana y, en contraste, una caricaturizada, burda y caótica “provincia”, sumida en un tiempo mineralizado y empantanada en la violencia primitiva. Queda claro en la película de qué manera es ocioso luchar contra el estado de cosas imperante.