domingo, 7 de febrero de 2016

Las transgresiones en una novela de Eligio Ancona


 


                                Jorge Cortés Ancona

“Rosendo y Luisa, o la recompensa de la virtud”, novela corta en doce capítulos que Eligio Ancona (1836-1893) escribió a los 15 años de edad y que permaneció formalmente inédita hasta la muy reciente publicación de la Secretaría de la Cultura y las Artes (dictaminado por su Consejo Editorial) y Conaculta, guarda valores más allá de lo que las apariencias y los prejuicios indican. Su recuperación se debe a la familia Espadas-Ancona y al investigador Óscar García Solana.
Si bien es probable que su final se haya precipitado –como señala García Solana- porque se le acababan las hojas del cuaderno que hizo a mano como soporte para escribir la novela, pienso, que más bien Eligio Ancona se desentendió del desenlace porque ya había dicho lo que tenía que decir. Estamos en un terreno de puras conjeturas, ya que carecemos de información acerca de las circunstancias en que se escribió esta novela y de detalles de la vida del autor en esos tiempos.

Me centro en apuntar a grandes rasgos ciertos pasajes de la novela que irremediablemente me retraen al psicoanálisis y donde habría mucho que analizar, al grado quizá de la sobreinterpretación. El riesgo es estimulante. Para empezar, el incesto inconsciente y la rebelión contra el padre, además del caso de ingratitud, en la historia inserta de Sandalio, donde Ismael, hermano suyo que resultó ser hijo adoptivo y es en realidad su primo (y de quien no se sabía aún tal condición), se roba a la novia del hijo mayor del hombre que lo cuidó como padre, y la cual resulta ser su hermana. Poco después, Ismael roba a su prima, hija de su protector y con quien había convivido toda su vida considerándola su hermana.

Es un caso de rebelión contra el padre, en este caso contra los dos padres: el que abandonó y el que protegió, con el incesto latente tanto con la hermana verdadera como con aquella con quien se convivió como tal. A fin de cuentas, nos enteraremos de que el transgresor de las leyes de la hospitalidad y de la familia, morirá despedazado por un toro, que podría simbolizar también a cualquiera de los dos padres. (¿Y no el Ismael bíblico, padre de los árabes, es medio hermano de Isaac, padre de los hebreos?).

Alegóricamente, podría verse como el doble intento de forzar un matrimonio, fracasando en su consumación en ambos casos. ¿Podría interpretarse como el español, que se vuelve ingrato y termina abusando de los herederos legítimos de esta tierra, los indígenas? Me inclino más por lo contrario, conforme a la mentalidad decimonónica de las élites yucatecas: el ingrato sería el indígena, salvado de la pobreza y de la barbarie, que trata de robarse infructuosamente el tesoro sagrado de sus protectores.

Sobre esto, hay que remarcar que la novela se escribió en 1852, en plena Guerra de Castas, y se desarrolla en Mérida y otras partes de Yucatán, aunque de manera textual, no hay más que una referencia incidental hacía lo indígena: “Un indio me hacía señas. Preguntéle en su lengua qué me quería y él entonces pronunció tímidamente la palabra ‘Valentín””.

Ya en el primer capítulo, la “fortuna”, que es más bien el inconsciente, le habla, en una especie de estilo indirecto libre, donde se imbrican en una sola la voz del narrador y la del protagonista hablándose a sí mismo en segunda persona. Cito: “¿A dónde vas, infortunado joven? Tu imprudente acción te sumergirá en un mar de desdichas. Detén tus pasos, Rosendo. Uno que des atrás quizás te salvará. ¿No te acuerdas que te prohibieron la entrada en casa de tu amante, desde la muerte de su padre? ¿Lo has olvidado, Rosendo? Detente. No sigas”. El miedo está presente en su desdoblamiento personal, prefigurador de remordimientos morales en el protagonista, como el que le impulsará a salvar la vida a su rival en amores.

Pero sobre todo, destaco el tema de un sueño del protagonista, relacionado con la Iglesia: “Soñó verse en una capilla de la hacienda San José. Luisa, hincada junto al altar, ¡cielos!, casaba con Dn. Alfonso. A dos varas de éste estaba él de rodillas contemplando al sacerdote que decía la misa. Al virarse para echar la bendición sobre los casados, Rosendo, reparando en el sacerdote, ¡qué horror!, descubre las horribles facciones de Dña. Olalla y en aquel momento en que temblando de espanto miraba a la madrastra ve acercarse a Valentín, que mostrando el altar le decía: ‘Ahora contemple Ud. su obra, Rosendo’; y ocultándose tras una cortina de seda, desapareció. Algunos segundos después el infeliz amante oyó la explosión de un arma de fuego que volvió ruinas la capilla”.

No recuerdo en la literatura mexicana anterior a las Leyes de Reforma ninguna crítica directa o alegórica a la Iglesia, como se ve aquí. En esa imagen que se anticipa al surrealismo de Luis Buñuel, el padre con el rostro de la odiosa y avara madrastra de Luisa, con un nombre de resonancias medievales como es Olalla (que en gallego significa Eulalia, que remite a una santa de la Mérida española); el remordimiento encarnado en el mensajero Valentín, y por último, la iglesia que se derrumba de manera violenta, como una prefiguración de lo que habría de ocurrir, al menos en el plano legal, algunos años después.

Todas estas partes señaladas tienen mucho de transgresiones a la moral y política de la época. Sobre todo, el relato onírico donde se muestran indicios perversos de la Iglesia, que se narran como proyecciones de la propia mentalidad del autor. Quizá Eligio Ancona no quiso publicar nunca esta juvenil novela corta por razones de prudencia.

 

 

 

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