domingo, 30 de marzo de 2008

La Guerra de Castas novelizada

Jorge Cortés Ancona

El tema de la Guerra de Castas ha sido abordado a través de la novela en distintos momentos. Entre las más recientes, figuran obras de Joaquín Bestard (El cuello del jaguar) y de Silvia Molina (La noche de Ascensión Tun). De manera generalizada, conocemos la versión histórica más popular por su aire novelesco que es La Guerra de Castas de Yucatán, de Nelson Reed, quizá la aproximación histórica que más se ha generalizado entre el público por sus numerosas reediciones tanto en español como en el original inglés.
Ahora, Hernán Lara Zavala, en su segunda novela, aborda este complejo y candente tema. Se trata de la novela Península, Península, que se divide en dos partes (una de 15 capítulos y otra de 11) y un epílogo. Encontramos a un narrador ubicado en el tiempo actual, que escribe con computadora y hace referencias constantes al acto de escribir esta novela, incluso con una elaboración retórica clásica. Este narrador, que apela desde el exordio al lector, deja en boca de los varios protagonistas el contar la historia.
Los modos varían. Uno es la visión omnisciente relacionada con el novelista José Turrisa. Otra es la secuencia de Genaro Montore, contrapunteado con la de su esposa Lorenza, para formar una versión moderna del mito de Ulises. Una tercera es la de la institutriz inglesa, Mrs. Anne Marie Bell, desde su llegada a Campeche y luego a Hopelchén, en este caso a través de un diario personal. Otra es la del alcohólico Dr. Fitzpatrick y su perro. Por último, las secuencias de Jacinto Pat y Cecilio Chi, complementándose la de este último con la de su amante María y su secretario, el ex sacristán, Anastasio. Dentro de casi todas estas historias está presente la Iglesia, sobre a todo a través del Obispo Celestino Onésimo Arrigunaga (agudamente ocurrentes son las tres partes de este nombre que encubre al real José María Guerra), y en menos grado, de otros curas.
Demasiadas historias como para desarrollarse, lo cual indica un complicado plan trazado por el autor. Esto permite una visión múltiple acerca de este conflicto histórico, dejando ver los entrecruces y enredos de los intereses y problemas de la política, la religión, la familia, los negocios, la vida intelectual y la explotación en la que están inmersos los personajes, todo en el fragor de la guerra.
Intratextualmente, el narrador se pregunta: “¿Nos encontramos ante una novela histórica? No estaría tan seguro. Dudo que el adjetivo ‘histórico’ logre superar el sustantivo ‘novela’. ¿Cómo escribir una novela basada en hechos reales del siglo XIX sin rendirse a las convicciones de la novela decimonónica? ¿Cómo resolver el conflicto, si acaso existe, entre ficción e historia” (p.79).
En última instancia, el tema de la verdad y de la ficción flota de manera explícita, bajo la idea aristotélica de que la poesía es más verdadera que la historia porque habla de lo universal y no de lo particular como ésta. Bajo este postulado de ficcionalizar la historia a su libre albedrío, el autor se sirve de interesantes licencias, válidas como la de desdoblar a Justo Sierra O’Reilly (mencionado unas cuantas veces en la novela) y a José Turrisa (el seudónimo que empleó en la vida real don Justo Sierra). Este efecto da un aire fantasioso a todo el relato, a la vez que vuelve carnal, humano al controversial personaje de bronce.
Es verdad que esta es una novela histórica (con la intención más o menos explícita de proyectarse al presente), que por tanto puede manejarse con libertades en el tratamiento de las realidades. Sin embargo, adolece de algunos errores de contexto que atañen tanto a la verdad como a la verosimilitud. Uno es la ausencia de la Ciudadela de San Benito en la enumeración de los edificios principales y distintivos. Nuestra elevada construcción –una de las escasas- tenía que ser demasiado notoria para ser relegada. ¿Se comían panuchos en el siglo XIX? ¿Bailarían jarana los arrogantes y europeizados catrines urbanos del siglo XIX en una velada doméstica de gente rica? ¿Eran Catedrales las iglesias principales de Campeche y de Valladolid a mediados del siglo XIX? (La primera lo es desde fines de dicho siglo; la segunda nunca lo ha sido).
A diferencia de lo estudiado por Lukács en la novela histórica que es la de emplear como eje a un personaje más bien mediano, de no muy grandes virtudes ni defectos, aquí actúa toda una galería, con un claro enfoque en la gente que detentaba el poder en todos los bandos. A la vez, contrario a otra situación analizada por el teórico húngaro, de que en la novela histórica se ve una parte de la vida que sintetiza la totalidad de ésta, mientras deja como trasfondo el conflicto mayor, en esta novela se ve éste en su intensidad. Tales son algunos de los riesgos de la novela como lo es también tratar de recrear la novela decimonónica, con menciones y alusiones a las escritas por Sierra O’Reilly. Algo como un folletín, deteniendo la historia y con suspensos prolongados en que los cabos quedan sueltos por un lapso considerable y luego se retoman, para irse cerrando, a veces un tanto abruptamente como en el caso del Dr. Fitzpatrick.
Es una novela fluida, muy centrada en las acciones que abarca desde los conflictos políticos que se abordan con una expresión de tipo historicista hasta los conflictos domésticos, incluso los que rozan la chismografía. La interacción de los problemas sociales y políticos y su dependencia a veces trágica de los individuales como es el fin de Cecilio Chi es una forma de romper con los convencionales criterios en que se percibe la llamada Historia con mayúsculas: con sus veleidades el individuo también interviene en los hechos históricos.
¿Dónde veo el principal problema de esta novela por demás muy recomendable en su lectura? Lo veo en esa ardua dificultad de poder interiorizar narrativamente la mentalidad de los indígenas. No sólo es un problema de verismo, no muy considerable en una obra literaria, sino sobre todo de verosimilitud, ya que tanto Chi como Pat parecen expresarse, actuar y pensar como si fueran unos ladinos, tergiversando la esencia de su lucha. Su mundo parece ser el de una búsqueda de prebendas personales y saqueos.
Se narra que Chi habla en español y firma cartas (hasta dónde yo sé, por orgullosa voluntad propia, era monolingüe de maya y no sabía leer y escribir). También es absurda la presunción de Jacinto Pat en cuanto a jactarse de sus libros (él si era bilingüe y alfabetizado), sobre todo en cuanto a que su favorito era el Chilam Balam. Como si éste fuera un libro impreso en esa época y como si un líder maya del XIX lo considerara como una propiedad individual (el libro como fetiche personal) y no lo viera, en cambio, como un objeto sagrado y comunitario: un libro que pertenece a toda una comunidad desde tiempos ancestrales y que expresa una verdad colectiva.
Lara Zavala se arriesgó mucho en este sentido; olvidó la lección de Rulfo de no interiorizar en los personajes indígenas por la dificultad o imposibilidad de entender su filosofía y las razones esenciales de sus costumbres. El resultado son un Pat y un Chi bastante vulgarizados, a pesar de que se hallan al otro extremo de la acrítica actitud de verlos como héroes idealistas e impolutos, lo cual me hubiera parecido menos grave. La visión es inevitablemente colonizadora al no dejarles su propia voz y presentarlos tan “ladinizados”.
Aparte de eso, la novela sigue el cauce gozoso de la buena narración. Empieza algo lenta por las detenciones para darle voz y vista a nuevos personajes, pero una vez que la novela avanza no queremos dejar la lectura. A la altura de las noventa páginas me daba la impresión de que el ascenso de la novela era penoso y que corría el riesgo de desbarrancarse o de perderse en una tupida selva, pero logra avanzar y llegar a un punto de claridad. Hay toda una incisiva crítica al poder, al colonialismo y algunos malos hábitos de la Iglesia, que merecen ser estudiados en detalle, al igual que el papel de los objetos y de los espacios, como la microhistoria del reloj de Hopelchén.
En este múltiple recorrido por los puntos neurálgicos de la Península: Mérida, Campeche, Hopelchén, Tihosuco, Valladolid y tantas poblaciones, tenemos una de las más importantes novelas de tema histórico referidas a nuestra región peninsular.
Lara Zavala, Hernán: Península, Península, Alfaguara, México, 2008, 363 pp.

2 comentarios:

Manuel Iris dijo...

Jorge,

He estado tratando de mandarte un mail a cortezancona@yahoo.com.mx
y me lo devuelve todo. Tienes algun correo?? Aprovecho y te agradezco todas tus atenciones con Ines. Bueno pues, un abrazo y estamos en comunicacion. Todo mi afecto,

Manuel Iris

Álvaro Ancona dijo...

Mi estimado Jorge:

es un placer haberte encontrado en estos mundos cibernéticos. Espero que no me hayan olvidado. Ya regresaré a mi Mérida.

Álvaro Ancona