viernes, 8 de junio de 2012

Carlos Fuentes, novedad y obsolescencia

                                                                            Jorge Cortés Ancona
Prefiero recordar al Carlos Fuentes de las primeras novelas y cuentos. Ese joven que entre 1958 y 1962 asombraba con cada libro publicado, haciendo una disección de la sociedad con un ánimo totalizador como pocas veces se ha visto en la narrativa mexicana. Después, el engolosinamiento, la experimentación que sólo abrió momentáneamente bocas de actitud hipócrita. Pasada la cima de 1962 vino ese lento declinar de 50 años de múltiples ediciones, con algunos momentos destacables.
Obra tras obra, se enfrascó en un plan de convertir en novela el devenir mexicano, a la manera de Balzac. A menudo un esencialismo de lo mexicano, con esquemas fijos del mundo prehispánico y español, casi como una visión narrativa de los planteamientos ensayísticos de Octavio Paz, con agregados propios de una modernidad galopante. Historia con hechos aparentemente de actualidad. El mundo urbano omnipresente con incursiones de otras realidades de la complejidad de estas tierras. Cosmopolitismo que lo hizo escribir relatos ambientados en otros países.
Toda esa ensalada narrativa lo conducía a menudo a prácticas verborreicas. Pienso en “Cristóbal Nonato”, donde luego de tres páginas de humor efectista, siguen algunos centenares de páginas farragosas. Muchas veces nos hacía pensar que estaba escribiendo para los académicos, sobre todo los de Estados Unidos. Les sería muy fácil digerir como tesis lo masticado como narrativa.
En algún momento en las primeras decenas de páginas de “Los años con Laura Díaz” creí que estaba leyendo una gran novela. Pero solo fue el deslumbramiento de algunas secuencias. En lo demás, en su mayor parte, prevalecía ese didactismo narrativo que lo llevaba incluso a describir a la Virgen de Guadalupe, lo cual hace pensar que su lector ideal no era hispanoamericano sino extranjero de lengua.
Aparecía libro tras libro pero ya no despertaba entusiasmos, como sí sigue ocurriendo con cada nueva obra de García Márquez y Vargas Llosa, más cuidadosos con aquello que publican. En las librerías veíamos de paso que contaba con novela política, cuentos de vampiros, comentarios sobre la historia mexicana y muchas obras más, en las que relucía ante todo el nombre de su autor.
Escribió teatro, con no mucha fortuna (cierto histriónico yucateco dirigió “El tuerto es rey”. Adivinen quién. ¡Exacto!). Incluso fue autor del libreto de una ópera. Monsiváis decía en son de burla que al terminar la función de estreno en el Palacio de Bellas Artes todo el mundo había quedado catatónico. Vi esa ópera, “Santa Anna” en el Teatro Diana de Guadalajara, donde Fuentes salió a recibir los aplausos del público, aunque a lo largo de la pieza no percibí mucho entusiasmo. La música no era buena y el libreto adolecía de esa idea de retacar todo en un solo saco.
Con el “boom”, ese fenómeno mercadotécnico, se aprendió en el ámbito iberoamericano que la imagen del escritor cuenta mucho. Ser bien parecido, de cuidada elegancia en lo formal y en lo informal. Mucha facilidad de palabra, con sustancia y a veces con gracia. No era suficiente ser un magnífico narrador, había que cumplir con las exigencias del mercado que obligaban a hacer agradablemente visibles y audibles a los escritores. Carlos Fuentes, al igual que Vargas Llosa y Cortázar, cumplía a cabalidad con todo ello.
De adolescente quedé fascinado con sus primeras novelas. Sobre todo con “La muerte de Artemio Cruz”. La geometría de la novela y la doble circularidad me han acompañado para tener en claro la idea de estructuración. Si el esquema sigue impresionando, la sustancia narrativa no. En alguna clase trataba de contagiar mi admiración por la organización numérica y temporal de esa novela; sin embargo, los alumnos me comentaron que encontraban de interés la estructura, pero que el relato en sí les parecía cansado. Fue exactamente mi misma impresión en la relectura luego de unos 18 años de haberla leído por primera vez. Algo olía a rancio.
En la vida pública la imagen de Carlos Fuentes no es de lo mejor. Sus deleznables elogios a Luis Echeverría, que lo hicieron encabezar la comparsa intelectual de ese sexenio. “Echeverría o el fascismo” declaró en México, y se encargó de regar esa idea en cuanto país latinoamericano estuvo. Una atenuación fue su renuncia como embajador de México en Francia cuando nombraron a Díaz Ordaz embajador en España.
En Mérida lo recordamos por su conferencia en el año 2000, de aquella simulada Capital Americana de la Cultura. Cobró 180 mil pesos por una conferencia de menos de una hora, más gastos de transporte, hospedaje y alimentación, todo en términos de lujo. No permitió que se hicieran preguntas y no hubo más intervención directa que la de su amigo Carlos Castillo Peraza.  Si ahora esa cifra nos escandaliza, pensemos lo que significó 12 años atrás.
Tendremos que olvidar aquellos espots donde decía que prefería que su familia residiera en Inglaterra, para que disfrutara de un mejor nivel de vida respecto a la ciudad de México. Olvidar sus escamoteos biográficos, tardíamente conocidos (haber nacido en Panamá por la condición diplomática de su padre, su visión de México no siempre de primera mano, etc.). Sonreír con su “alter ego” Ruperto Berriozábal, de “Los juegos”, de Avilés Fabila. Escuchar a secas los reproches que tantos novelistas expresaban por su soberbia de hacer creer que en México no había más novelistas que Rulfo y él mismo.
Habrá que volver a leer esas novelas iniciales. Las émulas de los frescos diegoriverianos “La región más transparente” y “La muerte de Artemio Cruz”; la decimonónica “Las buenas conciencias”, que tanto le debe a Pérez Galdós; la exquisita “Aura” (tan creativa, a pesar de lo tanto que le debe a “La cena”, de Alfonso Reyes, y a “Los papeles de Aspern”, de Henry James) y los cuentos de “Cantar de ciegos”. Luego ver a su galería de personajes, como las obsesiones por María Félix (“Zona sagrada”, “Orquídeas a la luz de la luna”) y otros tantos personajes.
Algún día habrá que hacer el recuento de sus menciones a Yucatán en su obra narrativa. No fue ajeno a esta tierra y expresó una leve admiración por algunas cosas y una amable ironía por otras.
Toda obra extensa puede quedar sepultada por la marea del tiempo; seguramente la obra de Carlos Fuentes volverá a la superficie cada cierto tiempo, transformada o fosilizada.

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