Prefiero recordar
al Carlos Fuentes de las primeras novelas y cuentos. Ese joven que entre 1958 y
1962 asombraba con cada libro publicado, haciendo una disección de la sociedad
con un ánimo totalizador como pocas veces se ha visto en la narrativa mexicana.
Después, el engolosinamiento, la experimentación que sólo abrió momentáneamente
bocas de actitud hipócrita. Pasada la cima de 1962 vino ese lento declinar de
50 años de múltiples ediciones, con algunos momentos destacables.
Obra tras obra, se
enfrascó en un plan de convertir en novela el devenir mexicano, a la manera de
Balzac. A menudo un esencialismo de lo mexicano, con esquemas fijos del mundo
prehispánico y español, casi como una visión narrativa de los planteamientos
ensayísticos de Octavio Paz, con agregados propios de una modernidad galopante.
Historia con hechos aparentemente de actualidad. El mundo urbano omnipresente
con incursiones de otras realidades de la complejidad de estas tierras.
Cosmopolitismo que lo hizo escribir relatos ambientados en otros países.
Toda esa
ensalada narrativa lo conducía a menudo a prácticas verborreicas. Pienso en “Cristóbal
Nonato”, donde luego de tres páginas de humor efectista, siguen algunos
centenares de páginas farragosas. Muchas veces nos hacía pensar que estaba
escribiendo para los académicos, sobre todo los de Estados Unidos. Les sería muy
fácil digerir como tesis lo masticado como narrativa.
En algún momento
en las primeras decenas de páginas de “Los años con Laura Díaz” creí que estaba
leyendo una gran novela. Pero solo fue el deslumbramiento de algunas secuencias.
En lo demás, en su mayor parte, prevalecía ese didactismo narrativo que lo
llevaba incluso a describir a la Virgen de Guadalupe, lo cual hace pensar que
su lector ideal no era hispanoamericano sino extranjero de lengua.
Aparecía libro
tras libro pero ya no despertaba entusiasmos, como sí sigue ocurriendo con cada
nueva obra de García Márquez y Vargas Llosa, más cuidadosos con aquello que
publican. En las librerías veíamos de paso que contaba con novela política,
cuentos de vampiros, comentarios sobre la historia mexicana y muchas obras más,
en las que relucía ante todo el nombre de su autor.
Escribió teatro,
con no mucha fortuna (cierto histriónico yucateco dirigió “El tuerto es rey”.
Adivinen quién. ¡Exacto!). Incluso fue autor del libreto de una ópera. Monsiváis
decía en son de burla que al terminar la función de estreno en el Palacio de
Bellas Artes todo el mundo había quedado catatónico. Vi esa ópera, “Santa Anna”
en el Teatro Diana de Guadalajara, donde Fuentes salió a recibir los aplausos
del público, aunque a lo largo de la pieza no percibí mucho entusiasmo. La
música no era buena y el libreto adolecía de esa idea de retacar todo en un
solo saco.
Con el “boom”,
ese fenómeno mercadotécnico, se aprendió en el ámbito iberoamericano que la
imagen del escritor cuenta mucho. Ser bien parecido, de cuidada elegancia en lo
formal y en lo informal. Mucha facilidad de palabra, con sustancia y a veces con
gracia. No era suficiente ser un magnífico narrador, había que cumplir con las
exigencias del mercado que obligaban a hacer agradablemente visibles y audibles
a los escritores. Carlos Fuentes, al igual que Vargas Llosa y Cortázar, cumplía
a cabalidad con todo ello.
De adolescente
quedé fascinado con sus primeras novelas. Sobre todo con “La muerte de Artemio
Cruz”. La geometría de la novela y la doble circularidad me han acompañado para
tener en claro la idea de estructuración. Si el esquema sigue impresionando, la
sustancia narrativa no. En alguna clase trataba de contagiar mi admiración por la
organización numérica y temporal de esa novela; sin embargo, los alumnos me
comentaron que encontraban de interés la estructura, pero que el relato en sí
les parecía cansado. Fue exactamente mi misma impresión en la relectura luego
de unos 18 años de haberla leído por primera vez. Algo olía a rancio.
En la vida
pública la imagen de Carlos Fuentes no es de lo mejor. Sus deleznables elogios
a Luis Echeverría, que lo hicieron encabezar la comparsa intelectual de ese
sexenio. “Echeverría o el fascismo” declaró en México, y se encargó de regar
esa idea en cuanto país latinoamericano estuvo. Una atenuación fue su renuncia
como embajador de México en Francia cuando nombraron a Díaz Ordaz embajador en
España.
En Mérida lo
recordamos por su conferencia en el año 2000, de aquella simulada Capital
Americana de la Cultura. Cobró 180 mil pesos por una conferencia de menos de
una hora, más gastos de transporte, hospedaje y alimentación, todo en términos
de lujo. No permitió que se hicieran preguntas y no hubo más intervención
directa que la de su amigo Carlos Castillo Peraza. Si ahora esa cifra nos escandaliza, pensemos
lo que significó 12 años atrás.
Tendremos que
olvidar aquellos espots donde decía que prefería que su familia residiera en
Inglaterra, para que disfrutara de un mejor nivel de vida respecto a la ciudad
de México. Olvidar sus escamoteos biográficos, tardíamente conocidos (haber
nacido en Panamá por la condición diplomática de su padre, su visión de México
no siempre de primera mano, etc.). Sonreír con su “alter ego” Ruperto Berriozábal,
de “Los juegos”, de Avilés Fabila. Escuchar a secas los reproches que tantos
novelistas expresaban por su soberbia de hacer creer que en México no había más
novelistas que Rulfo y él mismo.
Habrá que volver
a leer esas novelas iniciales. Las émulas de los frescos diegoriverianos “La
región más transparente” y “La muerte de Artemio Cruz”; la decimonónica “Las
buenas conciencias”, que tanto le debe a Pérez Galdós; la exquisita “Aura” (tan
creativa, a pesar de lo tanto que le debe a “La cena”, de Alfonso Reyes, y a
“Los papeles de Aspern”, de Henry James) y los cuentos de “Cantar de ciegos”.
Luego ver a su galería de personajes, como las obsesiones por María Félix
(“Zona sagrada”, “Orquídeas a la luz de la luna”) y otros tantos personajes.
Algún día habrá
que hacer el recuento de sus menciones a Yucatán en su obra narrativa. No fue
ajeno a esta tierra y expresó una leve admiración por algunas cosas y una
amable ironía por otras.
Toda obra
extensa puede quedar sepultada por la marea del tiempo; seguramente la obra de
Carlos Fuentes volverá a la superficie cada cierto tiempo, transformada o
fosilizada.
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