En El mundo perdido, una película muda norteamericana basada en una novela de Arthur Conan Doyle, aparecen imágenes de diversos animales del Amazonas. Y en una escena, aproximadamente a los 17 minutos de la cinta, un close-up de la protagonista Bessie Love la muestra sorprendida ante un mamífero que camina de cabeza, lo cual da pie a la explicación de otro personaje. Al leer la traducción del intertítulo pareciera que estuviésemos ante una burla: “Es la desidia brasileña –siempre caminan hacia abajo. ¿Puede ver al pequeño pegado a ella?”. Y luego vuelven a aparecer la imagen del animalito y el rostro admirativo de la bella Bessie.
Se trata en realidad de “un perezoso brasileño”, en inglés “a Brazilian sloth”. Traducirlo como “la desidia brasileña” seguro que fue auténtica desidia de algún perezoso, quizá proveniente de algún país que no quiere mucho al gigante del Sur.
Es un error de traducción, como hay tantos que causan risa involuntaria. Muchos se deben a que recurren a traductores de computadora, las que por su misma índole no pueden contextualizar los vocablos en las frases y en las situaciones específicas de enunciación de determinados discursos. Otras veces, los errores al traducir se deben a desconocimiento de la materia de que tratan, lo cual resulta imperdonable en estos tiempos de profesionalización de las labores centradas en la palabra.
Un caso de ese tipo es el que le ocurre al traductor del libro Elogio de la belleza atlética, de Hans Ulrich Gumbrecht, una obra que reflexiona acerca de la función del deporte en nuestra vida actual y en la condición estética del mismo. Cuando en el capítulo final, Gumbrecht hace un recorrido lleno de personajes y acciones deportivas que guardan un alto valor simbólico, aparece un hecho relacionado con el beisbol, deporte muy ajeno al país de edición del libro, que es Argentina.
El párrafo en cuestión dice así: “Akiyama fue a la caja de bateo con dos o tres jugadores en la base y dos o tres afuera. Esta era una buena oportunidad de anotar nuevamente. El lanzador hizo dos strikes. Luego, con el siguiente, se produjo una relación realmente tensa. Akiyama no bateó, y fue un strike. Quedó eliminado. No logró anotar un nuevo tanto para su equipo en este juego tan importante” (pág. 76).
Para cualquier conocedor del beisbol, por mínima que sea su afición, este párrafo resulta ininteligible. ¿Cómo un bateador va a la caja de bateo con dos o tres jugadores en la base y dos o tres fuera, en el entendido de que con tres fuera (tres autes) ya no podría batear conforme a las reglas. ¿Y si lo entendemos literalmente qué relevancia tiene que haya dos o tres jugadores fuera? ¿Es válido decir que un bateador queda eliminado? ¿Y era absolutamente necesario que el bateador “anotara un tanto”, cuando podía bastar que impulsara a uno o más de los corredores en las bases?
Sin que yo conozca el texto en su lengua original, puedo inferir que la traducción adecuada, en lenguaje beisbolero mexicano sería ésta: “Akiyama fue a la caja de bateo con dos o tres jugadores embasados y dos autes. Esta era una buena oportunidad de anotar nuevamente. El pítcher lanzó dos estraics (o strikes). Luego al siguiente lanzamiento, se produjo una situación realmente tensa. Akiyama dejó pasar la bola y fue un estraic (o strike). Se ponchó. No logró impulsar otra carrera para su equipo en este juego tan importante”.
Que la desidia quede eliminada de toda traducción.
martes, 12 de octubre de 2010
“El reloj” de Cantoral y la rima
Es frecuente que quienes se inician en la poesía en nuestra tierra crean que ésta depende obligadamente de la rima. Equiparan el hecho de rimar con hacer poesía, y para colmo tratando de rimar en consonante, que es en la que coinciden tanto vocales como consonantes a partir de la última vocal acentuada.
Algo ha pasado en nuestros oídos contemporáneos que escasean los poetas con capacidad de manejar con fluidez la rima consonante. Cuando lo logran, generalmente es en el verso de arte mayor, el que tiene nueve sílabas métricas o más. Rimar versos cortos en consonante fue un privilegio del Siglo de Oro, como en los casos de Lope de Vega y Sor Juana. Pasados los siglos, esta aptitud pareciera haberse acabado con los poetas modernistas, con José Martí a la cabeza. En la actualidad es raro encontrar a un escritor con la capacidad de rimar versos cortos en consonante, entre ellos algunos poetas cubanos, quizá por la tradición de la décima que persiste en la Isla.
La tradición popular de nuestra lengua se ha basado históricamente en la rima asonante, aquella en donde la coincidencia de palabras se da sólo entre las vocales. Es la tradición del romancero y del cancionero anónimo español, el de nuestros corridos e incluso el de muchas de las primeras bombas yucatecas. La rima en asonante además permite mayores libertades en cuanto a que a menudo se alterna con versos no rimados y ello facilita mucho la expresión, evitando los horribles sonsonetes en que incurren quienes no dominan el arte de rimar (que es decir en la actualidad la inmensa mayoría de quienes intentan versificar rimando).
La asonancia permite muchísimas más opciones de rima que la consonancia. Si quiero rimar “tiempo” en consonante sólo dispongo de los derivados “destiempo” y “contratiempo”. Pero en cambio, en asonante, tengo “viento”, “cielo”, “veo”, “espero”, “yucateco” y un gigantesco etcétera de palabras, incluyendo esdrújulas como “pétalo” y “muérdago”.
Recomiendo a quienes quieren sujetarse a la rima, que traten –al menos en sus inicios- de dominar este tipo de rima, antes de intentar meterse en las complicaciones de la rima consonante, que los llevará a resultados seguramente muy penosos. Si quieren escribir letras de canciones piensen en la canción más famosa de Roberto Cantoral, que es “El reloj”, la cual, a diferencia de “La barca” del mismo autor, se basa en una rima asonante. La reproducimos íntegra para un análisis métrico muy elemental:
Reloj, no marques las horas, / porque voy a enloquecer; / ella se irá para siempre / cuando amanezca otra vez. // No más nos queda esta noche / para vivir nuestro amor, / y tu tic-tac me recuerda/ mi irremediable dolor. // Reloj, detén tu camino / porque mi vida se apaga. / Ella es la estrella que alumbra mi ser / yo sin su amor no soy nada. // Detén el tiempo en tus manos, / haz esta noche perpetua, / para que nunca se vaya de mí, / para que nunca amanezca.
“El reloj” está escrito en octosílabos, salvo dos que son endecasílabos terminados en aguda. Al respecto hay que tener en cuenta que las sílabas se cuentan métrica y no sólo gramaticalmente. Esto es, con sinalefas (uniones de vocales de distintas palabras para formar una sola sílaba) y otras licencias poéticas. Los dos endecasílabos a su vez tienen un ritmo acentual en grupos de a tres y dos sílabas métricas, con la inicial acentuada: éllaeslaes-tréllaquea-lúmbrami-sér; páraque-núncase-váyade-mí.
La palabra “enloquecer” rima en asonante con “ver”, “apaga” con “nada” y “perpetua” con “amanezca”. A su vez, “amor” rima en consonante con “dolor”. Si se escucha (u observa) con cuidado, nos daremos cuenta de que sólo los versos pares tienen rima mientras que los impares quedan sueltos, es decir, sin ningún tipo de rima.
Con todo ello podemos tener una noción de cómo, además de la música instrumental (la que indica un ritmo que llamaríamos exterior), hay otro intrínseco en el texto poético. Una canción pervive no sólo por la música a la que acompaña o por la que es acompañada, sino también por su ritmo interno. Y aquí en esta letra de Cantoral podemos apreciar las virtudes de los versos con rima asonante, alternados con versos no rimados. Eso es tener buen oído no sólo de músico, sino también de poeta.
Algo ha pasado en nuestros oídos contemporáneos que escasean los poetas con capacidad de manejar con fluidez la rima consonante. Cuando lo logran, generalmente es en el verso de arte mayor, el que tiene nueve sílabas métricas o más. Rimar versos cortos en consonante fue un privilegio del Siglo de Oro, como en los casos de Lope de Vega y Sor Juana. Pasados los siglos, esta aptitud pareciera haberse acabado con los poetas modernistas, con José Martí a la cabeza. En la actualidad es raro encontrar a un escritor con la capacidad de rimar versos cortos en consonante, entre ellos algunos poetas cubanos, quizá por la tradición de la décima que persiste en la Isla.
La tradición popular de nuestra lengua se ha basado históricamente en la rima asonante, aquella en donde la coincidencia de palabras se da sólo entre las vocales. Es la tradición del romancero y del cancionero anónimo español, el de nuestros corridos e incluso el de muchas de las primeras bombas yucatecas. La rima en asonante además permite mayores libertades en cuanto a que a menudo se alterna con versos no rimados y ello facilita mucho la expresión, evitando los horribles sonsonetes en que incurren quienes no dominan el arte de rimar (que es decir en la actualidad la inmensa mayoría de quienes intentan versificar rimando).
La asonancia permite muchísimas más opciones de rima que la consonancia. Si quiero rimar “tiempo” en consonante sólo dispongo de los derivados “destiempo” y “contratiempo”. Pero en cambio, en asonante, tengo “viento”, “cielo”, “veo”, “espero”, “yucateco” y un gigantesco etcétera de palabras, incluyendo esdrújulas como “pétalo” y “muérdago”.
Recomiendo a quienes quieren sujetarse a la rima, que traten –al menos en sus inicios- de dominar este tipo de rima, antes de intentar meterse en las complicaciones de la rima consonante, que los llevará a resultados seguramente muy penosos. Si quieren escribir letras de canciones piensen en la canción más famosa de Roberto Cantoral, que es “El reloj”, la cual, a diferencia de “La barca” del mismo autor, se basa en una rima asonante. La reproducimos íntegra para un análisis métrico muy elemental:
Reloj, no marques las horas, / porque voy a enloquecer; / ella se irá para siempre / cuando amanezca otra vez. // No más nos queda esta noche / para vivir nuestro amor, / y tu tic-tac me recuerda/ mi irremediable dolor. // Reloj, detén tu camino / porque mi vida se apaga. / Ella es la estrella que alumbra mi ser / yo sin su amor no soy nada. // Detén el tiempo en tus manos, / haz esta noche perpetua, / para que nunca se vaya de mí, / para que nunca amanezca.
“El reloj” está escrito en octosílabos, salvo dos que son endecasílabos terminados en aguda. Al respecto hay que tener en cuenta que las sílabas se cuentan métrica y no sólo gramaticalmente. Esto es, con sinalefas (uniones de vocales de distintas palabras para formar una sola sílaba) y otras licencias poéticas. Los dos endecasílabos a su vez tienen un ritmo acentual en grupos de a tres y dos sílabas métricas, con la inicial acentuada: éllaeslaes-tréllaquea-lúmbrami-sér; páraque-núncase-váyade-mí.
La palabra “enloquecer” rima en asonante con “ver”, “apaga” con “nada” y “perpetua” con “amanezca”. A su vez, “amor” rima en consonante con “dolor”. Si se escucha (u observa) con cuidado, nos daremos cuenta de que sólo los versos pares tienen rima mientras que los impares quedan sueltos, es decir, sin ningún tipo de rima.
Con todo ello podemos tener una noción de cómo, además de la música instrumental (la que indica un ritmo que llamaríamos exterior), hay otro intrínseco en el texto poético. Una canción pervive no sólo por la música a la que acompaña o por la que es acompañada, sino también por su ritmo interno. Y aquí en esta letra de Cantoral podemos apreciar las virtudes de los versos con rima asonante, alternados con versos no rimados. Eso es tener buen oído no sólo de músico, sino también de poeta.
El pragmatismo yucateco
Alguna vez expresaba mi asombro y decepción por esa actitud de los yucatecos tan tendiente al inmediatismo, una mentalidad en la que si no hay resultados favorables rápidos o la perspectiva de una fácil ventaja material, no se emprende nada. De igual modo, esa pasmosa pasividad, esa paciencia desesperante de las clases bajas yucatecas.
Un amigo a quien le hacía el comentario me respondió que había que entender las difíciles condiciones en que se había desarrollado la vida en Yucatán. Lo duro de adaptarse al extremo calor, la humedad, los insectos, la tierra pedregosa, el aislamiento geográfico de otras épocas, y para colmo la opresión colonial y la esclavitud en las haciendas. Lo yucatecos han luchado duro para sobrevivir con dignidad en esta tierra.
La respuesta me hizo cavilar sobre sus alcances y posibles contradicciones. Pero por obra de las vueltas que da la vida, el mismo amigo me hizo la misma pregunta, aunque planteada de otro modo. Su queja tenía que ver con la exigencia de una reciprocidad o una remuneración respecto a cualquier petición que se hiciera en materia educativa o meramente amistosa. No se podía pedir nada sin que apareciera la exigencia de una compensación por la tarea o el favor solicitados.
Había que ampliar la respuesta anteriormente dada. Como una imprevista consecuencia de la primera respuesta, los yucatecos de las clases populares y rurales se han acostumbrado a que les quieran inculcar acciones o costumbres ajenas a sus necesidades, a que los manejen como cifras en experimentos y acarreos de todo tipo (no sólo político-partidistas, ojo).
Como ejemplo recuerdo a un pescador de San Felipe que allá por 1981 se quejaba de un rancho de tilapias que habían construido en una especie de ojo de agua cerca de Buctzotz, lo cual fue una ocurrencia de unos funcionarios federales que desde un helicóptero creyeron que esa hondonada equivalía a una laguna. Por supuesto que los resultados fueron desfavorables y costosos y el pescador se quejaba de por qué nunca les preguntaban a ellos qué era más conveniente; a ellos que tenían la experiencia del trabajo y del lugar. Por qué nunca les preguntaban cuáles eran sus necesidades reales.
La gente se ha dado cuenta de que son una meta a cubrir, que son objeto de necesidades a cumplir en programas de orden público que a menudo están distantes del contexto en que se desenvuelven. Por ello, a quienes más interesa que se cumplan esos objetivos es a los funcionarios y no a la propia gente.
Conforme a ello, siempre van a obedecer cuando se les proponga que cultiven alcachofas, que construyan sus casas con madera de cerezo, que usen técnicas agrícolas tibetanas, que bailen polkas, que aprendan a hablar finlandés o que se embriaguen con vermut.
Van a obedecer pero con remuneración de por medio, pues a ellos no les interesa ni les gusta ni les sirve nada de eso en su realidad inmediata, aun cuando todo ello pueda tener importancia en otros entornos del mundo. A quienes les interesa que esas acciones se cumplan es a los funcionarios, sobre todo federales, que por añeja mala costumbre han pretendido estandarizar a todo México, como si las zonas montañosas fueran iguales que las zonas costeras, selváticas o desérticas.
Es decir, que hay una lógica de por medio. No eres tú, funcionario federal (o lo que sea) el que me está haciendo el favor, sino yo el que te está ayudando a cumplir con lo que te han encomendado en tu oficina. Tú eres el que cree que eso a mí me sirve, no yo. Y a ti te pagan por ello, a mí no. Así que retribuye. De este modo se manifiesta una parte del pragmatismo yucateco.
Un amigo a quien le hacía el comentario me respondió que había que entender las difíciles condiciones en que se había desarrollado la vida en Yucatán. Lo duro de adaptarse al extremo calor, la humedad, los insectos, la tierra pedregosa, el aislamiento geográfico de otras épocas, y para colmo la opresión colonial y la esclavitud en las haciendas. Lo yucatecos han luchado duro para sobrevivir con dignidad en esta tierra.
La respuesta me hizo cavilar sobre sus alcances y posibles contradicciones. Pero por obra de las vueltas que da la vida, el mismo amigo me hizo la misma pregunta, aunque planteada de otro modo. Su queja tenía que ver con la exigencia de una reciprocidad o una remuneración respecto a cualquier petición que se hiciera en materia educativa o meramente amistosa. No se podía pedir nada sin que apareciera la exigencia de una compensación por la tarea o el favor solicitados.
Había que ampliar la respuesta anteriormente dada. Como una imprevista consecuencia de la primera respuesta, los yucatecos de las clases populares y rurales se han acostumbrado a que les quieran inculcar acciones o costumbres ajenas a sus necesidades, a que los manejen como cifras en experimentos y acarreos de todo tipo (no sólo político-partidistas, ojo).
Como ejemplo recuerdo a un pescador de San Felipe que allá por 1981 se quejaba de un rancho de tilapias que habían construido en una especie de ojo de agua cerca de Buctzotz, lo cual fue una ocurrencia de unos funcionarios federales que desde un helicóptero creyeron que esa hondonada equivalía a una laguna. Por supuesto que los resultados fueron desfavorables y costosos y el pescador se quejaba de por qué nunca les preguntaban a ellos qué era más conveniente; a ellos que tenían la experiencia del trabajo y del lugar. Por qué nunca les preguntaban cuáles eran sus necesidades reales.
La gente se ha dado cuenta de que son una meta a cubrir, que son objeto de necesidades a cumplir en programas de orden público que a menudo están distantes del contexto en que se desenvuelven. Por ello, a quienes más interesa que se cumplan esos objetivos es a los funcionarios y no a la propia gente.
Conforme a ello, siempre van a obedecer cuando se les proponga que cultiven alcachofas, que construyan sus casas con madera de cerezo, que usen técnicas agrícolas tibetanas, que bailen polkas, que aprendan a hablar finlandés o que se embriaguen con vermut.
Van a obedecer pero con remuneración de por medio, pues a ellos no les interesa ni les gusta ni les sirve nada de eso en su realidad inmediata, aun cuando todo ello pueda tener importancia en otros entornos del mundo. A quienes les interesa que esas acciones se cumplan es a los funcionarios, sobre todo federales, que por añeja mala costumbre han pretendido estandarizar a todo México, como si las zonas montañosas fueran iguales que las zonas costeras, selváticas o desérticas.
Es decir, que hay una lógica de por medio. No eres tú, funcionario federal (o lo que sea) el que me está haciendo el favor, sino yo el que te está ayudando a cumplir con lo que te han encomendado en tu oficina. Tú eres el que cree que eso a mí me sirve, no yo. Y a ti te pagan por ello, a mí no. Así que retribuye. De este modo se manifiesta una parte del pragmatismo yucateco.
viernes, 25 de junio de 2010
El fantasma del colonialismo
Si hay pueblos que han sido poco admirados en la Historia, esos son los que vivieron en el área cultural llamada Aridamérica, que comprende vastas regiones de lo que hoy es el norte de México y el suroeste de Estados Unidos. Un territorio de pueblos nómadas dedicados a la caza y a la recolección en zonas desérticas, y que sobrevivieron en esas regiones durante milenios debido a que su población no era abundante y la naturaleza les brindaba más que lo suficiente para comer.
En contraste con los pueblos de Mesoamérica, los aridoamericanos no se distinguieron por sus conocimientos de agricultura ni les hizo falta saber gran cosa de arquitectura. En buena medida, por esas razones nos son tan poco conocidos, al grado de que injustamente no acostumbramos incluirlos en la secuencia del orgullo histórico mexicano.
Entre esos pueblos están los pericúes, que habitaron el extremo meridional de lo que ahora es el estado de Baja California Sur y que constituyen el tema del drama La guaycura fantasma, de Mario Jaime (nacido en México, D.F. en 1977), que se basa en el suceso histórico de la rebelión de los pericúes en 1734 e integra al desarrollo de la trama el espacio mítico tanto indígena como católico.
La obra se divide en tres partes llamadas tiempos, en tres zonas distintas del actual territorio sudbajacaliforniano, plasmando con una gran capacidad de síntesis los hechos relevantes que conformaron esta poco difundida rebelión indígena del siglo XVIII, cuyos puntos neurálgicos fueron los respectivos tormentos de los misioneros jesuitas Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral.
El celo jesuita, apoyado por la transición que representan los pericúes mestizos o convertidos al cristianismo, choca con la experiencia de vida de este pueblo del desierto. Esto implica que la obra no sólo se ocupa de los hechos violentos del suceso sino que también se adentra en la conciencia de los personajes protagónicos como ocurre con el más complejo del dramatis personae que es Atzú, el cual entre otros conflictos interiores tiene el de estar lleno de dudas religiosas por las inconsistencias bíblicas y el remordimiento por haber dejado a su esposa guaycura para seguir obediente la prédica de los jesuitas.
En contraposición está la figura de Nicolás Tamaral, con la acostumbrada intolerancia de los misioneros por la poligamia de nuestros pueblos originarios y agobiado por las obsesiones sexuales que lo invaden y terminarán provocando su derrota interior: “Pero Señor, ni siquiera conozco su nombre es una india nocturna, sus ojos me derriban, pienso en ella y me precipito a los infiernos ¡Qué dulce infierno! ¡Ah! ¡Qué dulce! No quiero olvidarte, no puedo, deseo, deseo. Satán, tu arma es la mujer” (p. 24).
Los pericúes se llaman a sí mismos “los hombres azules” y en la obra presagian su extinción, no sin antes luchar hasta la muerte. Sus razones se escuchan por boca del cacique rebelde Domingo Botón: “Nos concentramos en trabajar para el otro. Nos concentramos en amar lo que nos imponen los otros. Nos concentramos en comprender los discursos que no han salido de nuestro pulmón. Volveremos a ser la respiración del pez. Volveremos si nuestro brazo es capaz de calentarse como la sangre”.
En términos generales, el drama cobra parte de su tensión en los azotes del colonialismo, como resume el caudillo Chicori: “Si ustedes nos lastiman es justicia, si nosotros les respondemos con fuerza igual, somos criminales. Ya conocemos ese pensamiento” (p. 51).
Un personaje que simboliza el poder y la caída de estos pueblos es Airapí, la mujer guaicura, que es otro de los pueblos que habitaron esa región. Su nombre es igual al topónimo originario de la actual ciudad de La Paz y es una mujer que abandonó a su pueblo para irse con Atzú, quien a su vez la abandonó. Su condición femenina tiene un carácter polimórfico al ser víctima de ese abandono, al ser objeto de la obsesión sexual del jesuita Tamaral que la viola y al encarnar un espíritu de lucha y sufrimiento como una diosa.
Es de celebrar que el autor indague en este hecho histórico que merece ser conocido ampliamente y que desarrolle un drama donde la cruda Historia quede subsumida principalmente en el imaginario de los combatientes vencidos. Aunque la obra se ubica en un espacio determinado en el tiempo y el espacio, con referencias a una cultura determinada, alcanza una dimensión de universalidad, con la particularidad de que aquí se da un cierre definitivo y no una circularidad del mito.
Sin duda, este drama inquiere por el sustrato cultural del norte de México, una vasta región que en los diferentes géneros literarios está indagando el proceso histórico-social de una realidad cuya riqueza y complejidad se revelan cada vez más.
La guaycura fantasma obtuvo el Premio Estatal de Dramaturgia Ciudad de La Paz, en 2009, con un jurado integrado por Sigifredo Esquivel Marín, Javier Acosta y Juan José Macías.
Jaime, Mario: La guaycura fantasma, Instituto Sudcaliforniano de Cultura, La Paz, 2009, 75 pp.
En contraste con los pueblos de Mesoamérica, los aridoamericanos no se distinguieron por sus conocimientos de agricultura ni les hizo falta saber gran cosa de arquitectura. En buena medida, por esas razones nos son tan poco conocidos, al grado de que injustamente no acostumbramos incluirlos en la secuencia del orgullo histórico mexicano.
Entre esos pueblos están los pericúes, que habitaron el extremo meridional de lo que ahora es el estado de Baja California Sur y que constituyen el tema del drama La guaycura fantasma, de Mario Jaime (nacido en México, D.F. en 1977), que se basa en el suceso histórico de la rebelión de los pericúes en 1734 e integra al desarrollo de la trama el espacio mítico tanto indígena como católico.
La obra se divide en tres partes llamadas tiempos, en tres zonas distintas del actual territorio sudbajacaliforniano, plasmando con una gran capacidad de síntesis los hechos relevantes que conformaron esta poco difundida rebelión indígena del siglo XVIII, cuyos puntos neurálgicos fueron los respectivos tormentos de los misioneros jesuitas Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral.
El celo jesuita, apoyado por la transición que representan los pericúes mestizos o convertidos al cristianismo, choca con la experiencia de vida de este pueblo del desierto. Esto implica que la obra no sólo se ocupa de los hechos violentos del suceso sino que también se adentra en la conciencia de los personajes protagónicos como ocurre con el más complejo del dramatis personae que es Atzú, el cual entre otros conflictos interiores tiene el de estar lleno de dudas religiosas por las inconsistencias bíblicas y el remordimiento por haber dejado a su esposa guaycura para seguir obediente la prédica de los jesuitas.
En contraposición está la figura de Nicolás Tamaral, con la acostumbrada intolerancia de los misioneros por la poligamia de nuestros pueblos originarios y agobiado por las obsesiones sexuales que lo invaden y terminarán provocando su derrota interior: “Pero Señor, ni siquiera conozco su nombre es una india nocturna, sus ojos me derriban, pienso en ella y me precipito a los infiernos ¡Qué dulce infierno! ¡Ah! ¡Qué dulce! No quiero olvidarte, no puedo, deseo, deseo. Satán, tu arma es la mujer” (p. 24).
Los pericúes se llaman a sí mismos “los hombres azules” y en la obra presagian su extinción, no sin antes luchar hasta la muerte. Sus razones se escuchan por boca del cacique rebelde Domingo Botón: “Nos concentramos en trabajar para el otro. Nos concentramos en amar lo que nos imponen los otros. Nos concentramos en comprender los discursos que no han salido de nuestro pulmón. Volveremos a ser la respiración del pez. Volveremos si nuestro brazo es capaz de calentarse como la sangre”.
En términos generales, el drama cobra parte de su tensión en los azotes del colonialismo, como resume el caudillo Chicori: “Si ustedes nos lastiman es justicia, si nosotros les respondemos con fuerza igual, somos criminales. Ya conocemos ese pensamiento” (p. 51).
Un personaje que simboliza el poder y la caída de estos pueblos es Airapí, la mujer guaicura, que es otro de los pueblos que habitaron esa región. Su nombre es igual al topónimo originario de la actual ciudad de La Paz y es una mujer que abandonó a su pueblo para irse con Atzú, quien a su vez la abandonó. Su condición femenina tiene un carácter polimórfico al ser víctima de ese abandono, al ser objeto de la obsesión sexual del jesuita Tamaral que la viola y al encarnar un espíritu de lucha y sufrimiento como una diosa.
Es de celebrar que el autor indague en este hecho histórico que merece ser conocido ampliamente y que desarrolle un drama donde la cruda Historia quede subsumida principalmente en el imaginario de los combatientes vencidos. Aunque la obra se ubica en un espacio determinado en el tiempo y el espacio, con referencias a una cultura determinada, alcanza una dimensión de universalidad, con la particularidad de que aquí se da un cierre definitivo y no una circularidad del mito.
Sin duda, este drama inquiere por el sustrato cultural del norte de México, una vasta región que en los diferentes géneros literarios está indagando el proceso histórico-social de una realidad cuya riqueza y complejidad se revelan cada vez más.
La guaycura fantasma obtuvo el Premio Estatal de Dramaturgia Ciudad de La Paz, en 2009, con un jurado integrado por Sigifredo Esquivel Marín, Javier Acosta y Juan José Macías.
Jaime, Mario: La guaycura fantasma, Instituto Sudcaliforniano de Cultura, La Paz, 2009, 75 pp.
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