domingo, 15 de enero de 2017

El embozo de "La hija del rey"


                                                         Jorge Cortés Ancona

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La temporada del Programa Nacional de Teatro Escolar Yucatán 2016 presentó 80 funciones del drama “La hija del rey”, de José Peón Contreras. La obra se representó sin que se le hiciera ningún cambio al texto y con empleo de recursos escénicos concebidos en relación al público estudiantil al que va destinado este programa.
Las funciones se efectuaron en el Teatro “Joaquín Jiménez Trava” del IMSS y en varios municipios yucatecos. Una de las funciones finales, la del jueves 15 de diciembre, se efectuó en el Teatro Peón Contreras. Fue una decisión relevante que se montara esta obra del dramaturgo yucateco en el recinto que lleva su nombre, ya que al menos en los 30 años más recientes sólo se han llevado a escena sus obras “Gil González de Ávila” y la comedia “Entre tu tío y tu tía”, además de algunas lecturas dramatizadas y de atril, aunque no necesariamente en dicho escenario.
Esta puesta en escena me hace pensar ante todo en el modo en el siglo XIX se trató el tema del libre albedrío de la mujer, al contrastar “La hija del rey”, estrenada en la Ciudad de México en 1876, aunque ambientada en 1588, con la comedia en prosa “El sí de las niñas”, de Leandro Fernández de Moratín, estrenada en Madrid en 1806 y ambientada en ese mismo momento histórico. El contraste parece indicar un retroceso de gustos y de resolución teatral.
El planteamiento es muy parecido, pues un anciano y un adulto joven, emparentados, pretenden a la misma mujer joven. En Moratín se trata de un tío tutor y un sobrino, y en Peón Contreras del padre y su hijo. En ambos casos se considera la situación de la mujer sujeta a tutela en cuanto a decidir con quién casarse y a la desproporción de edades en el matrimonio, sólo que en el caso del español el problema se expresa con argumentos mesurados y en el de Peón Contreras a través de las amargas quejas y reclamos de la protagonista. 
En Moratín el conflicto se resuelve de manera racional a través del diálogo constructivo, con los dos jóvenes al final felizmente casados y el mundo en armonía, mientras que el drama de Peón Contreras parece un regreso a los tiempos de las comedias de capa y espada, sólo que con el agregado de la muerte violenta y la locura. Y si bien los duelos de espadas se interrumpen para dar paso a momentáneos arreglos razonables, los dos personajes jóvenes terminan sucumbiendo a causa de la violencia moral y física.
Se trata tal vez de los vericuetos de una modernidad difícilmente alcanzada, la cual da paso a obras como ésta que algo tienen de anómalo en relación al positivismo dominante a fines del siglo XIX mexicano, donde incluso el teatro y la poesía debían cumplir funciones de saneamiento social.  
Este enredo de ambientes clandestinos del drama pasa por túneles y acuerdos secretos. La crítica a la moral estricta de la Iglesia va implícita. El escenario principal es un convento y los personajes no hablan directamente de sus problemas, sino que los embozan, agobiados por las jerarquías familiares -rige el dispositivo de sangre, donde los ancestros tienen más peso- y los miedos al poder religioso dominante.
Por ello me pregunto a que se deberá el gusto del público mexicano de esos años por los amores clandestinos como en este drama donde se cuenta cómo el rey Felipe II transgrede las normas de su tiempo al embarazar a una mujer, dejando a un rival anonadado por su sola presencia monárquica y quien a su vez le arrebatará la mujer amada, hija de aquellos, a su vástago. Además de la relación clandestina de Felipe II con la madre de Angélica, se cuenta la de Beatriz, hija de Santoyo, con un hidalgo escudero, y a ellas de agrega la de don Lope con Angélica, situación presente de manera escénica. Solamente don Gaspar afronta por una vía abierta y legalmente sancionada su pretensión de matrimonio.
En varios momentos se expresan en “La hija del rey” palabras y frases pertenecientes al campo semántico de la locura, lo cual hace recordar que Peón Contreras era psiquiatra. Si bien parece lógico como consecuencia de lo visto en escena, que el hecho de estar enclaustrada y la presión que sufre para decidir su futuro entre dos opciones terminantes son las que conducen a Angélica a la pérdida de la razón, no podemos dejar de lado a sus ancestros, pues a fin de cuentas, esta hija de Felipe II, desciende por ello mismo de Isabel de Castilla, cuya madre, Isabel de Portugal, y cuya hija, Juana la Loca, presuntamente padecieron trastornos mentales, lo que hace suponer una base genética en la demencia de la protagonista, conforme a las ideas científicas prevalecientes en la segunda mitad del siglo antepasado. 



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Sería interesante saber por qué decidió Juan Ramón Góngora llevar a escena “La hija del rey”, de José Peón Contreras, el más famoso de los dramas del escritor yucateco, para dirigirse a estudiantes de secundaria y preparatoria, en un proyecto de alcance nacional financiado por la Secretaría de la Cultura y las Artes y la Secretaría de Cultura federal.
Una decisión arriesgada, ya que en 1989 uno de nuestros hombres de teatro más experimentados afirmaba tajantemente en los cafés que de Peón Contreras sólo podía sostenerse en escena en estos tiempos el drama en un acto titulado “Gil González de Ávila”, y en 1993 un grupo de actores consideró como viables en cuanto a gusto de público y adecuación de presupuesto la misma obra breve y la comedia “Entre tu tío y tu tía”.
La verdad es que este grupo teatral, dirigido por Góngora, llegó a las 80 representaciones y se esperan algunas más en 2017 con esta obra que tiene más sustancia de la que aparenta, pero que conlleva obstáculos comunicativos para un adulto o adolescente actual desde la misma lectura, aunque también algunas ventajas aprovechables.
Este drama se sustenta en peripecia tras peripecia en sucesión ágil, pausada por los breves soliloquios donde se manifiestan las dudas morales y emocionales de los personajes, y tal situación se aprovecha en esta puesta en escena concebida para estudiantes de secundaria y preparatoria. Por ello quizá el ritmo veloz, que concentra la obra en una hora cinco minutos, y que hace que los actores expresen sus parlamentos en verso de arte menor en función de la percepción de los adolescentes del siglo XXI.
Como recursos teatrales más cercanos a nuestro tiempo las pausas entre actos, convertidos en este montaje en cuadros, se suplen con el cambio de escenografía a cargo de los propios actores, que cuando no están en escena son visibles al estar sentados a un costado. Esa misma lógica de romper la ilusión teatral y hacer manifiesto que se está actuando justifica la elección de una actriz madura, Lupita López, en el papel de una quinceañera, así como otras libertades en los recursos escénicos.
“La hija del rey” no tiene una intencionalidad realista ni de reconstrucción histórica (José Martí hacía notar que esta obra empleaba palabras no utilizadas en el siglo XVI) y es muy dudoso que el teatro mexicano del siglo XIX procurase ser históricamente fiel a otras épocas en vestuario y escenografía. Esta puesta en escena muestra deliberadamente las costuras del teatro, remarcando que se está presenciando una escenificación y no un remedo de la realidad ni del siglo XVI ni del siglo XIX.
En la función que presencié percibí problemas de dicción, que iban en proporción inversa a la experiencia teatral de los actores (Lupita López y Jorge Chablé son los que se expresan con más fluidez y claridad), y ello dio lugar a una fragmentación comunicativa, tristemente muy acorde con las actuales prácticas cotidianas.
Genera dudas el hecho de que este grupo teatral haya efectuado de manera continua tres, cuatro e incluso cinco funciones en un día. No dudo del profesionalismo, del vigor físico y la voluntad para representar tantas veces el mismo papel, pero sí desconfío de la efectividad lograda con ese riesgo de desgaste emocional y de paciencia, más aun cuando, a diferencia de quien imparte muchas clases o conduce numerosas visitas guiadas, no se cuenta con posibilidades de hacer ajustes de tiempo y variaciones temáticas a lo que se expresa. 
Sin embargo, gracias al trabajo conjunto de actores jóvenes y experimentados, a la discreta propuesta metateatral y a la compactación visual y de acción del texto en escena, este montaje batalla con sus obstáculos de época, tema y lenguaje para mantenerse en la proporción justa de atención del público en general. La revaloración escénica de un autor conocido sólo por el nombre de un teatro y no por la representación de sus obras es otro punto favorable de este proyecto.   
El reparto estuvo integrado por Guadalupe López Ortiz, Alicia García, Sebastián Liera, Genaro Payró, Miguel Cerón, Jorge Chablé, Tony Baeza, Rosa María Varela Alfaro y Tania Paola Ordiales, con la dirección de Juan Ramón Góngora. Participaron: Manuel May Tilán, en diseño de escenografía y vestuario; Mauricio Canto Alcocer, en diseño de iluminación; Gustavo Durán, en diseño de sonido; José Ernesto Jiménez como productor ejecutivo; Zuleyma Leal como asistente de dirección; Laura Valenzuela en la realización de vestuario; Oscar Toledano en realización de escenografía y Gema Ríos en imagen publicitaria.
Queda este montaje dentro del Programa Nacional de Teatro Escolar Yucatán 2016 como una propuesta arriesgada que parece haber llegado a buen término, aun con su atrevida aceleración escénica, sus vicisitudes administrativas y un desconcertante embozo y desinterés público hacia su condición de acontecimiento cultural.    





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