Jorge Cortés Ancona
En su última novela, Mario Vargas
Llosa parece concentrar la raíz de los problemas de violencia y corrupción en
el seno de la propia familia. Esta postura ética se percibe dentro de la
biografía de cada uno de los personajes. En principio es la historia de
Felícito Yanaqué, hijo único de un padre analfabeto que trabajó toda la vida
para permitirle cursar estudios básicos y, a la larga, desarrollar una mediana
y próspera empresa transportista. Como parte de sus firmes decisiones, ha
renunciado a su apellido materno, luego de que su madre abandonara al padre y a
él mismo, sin que se volviera a saber de ella.
De su padre obtiene la enseñanza
de que no hay que dejarse pisotear por nadie y será la importante herencia que
le lega, luego de haber muerto en la pobreza y ser enterrado en una fosa común.
La devoción filial de Felícito hacia su progenitor lleva implícito un orgullo
por el parentesco de sangre. Casi una reminiscencia naturalista, pero quizá más
bien una idea tradicional, de raigambre indígena, como lo es en buena medida
Felícito, tal como se ve en sus actitudes, decisiones, fisonomía y apellido.
En contraste, Gertrudis, su
esposa, como sabremos en el transcurso de la novela, ha sido una víctima de la
vileza de su madre, que la explotaba sexualmente y termina casándola con Felícito
luego de quedar embarazada. El escaso trato con los hijos, empleados de la
empresa paterna, revela las laxas condiciones de esta familia piurana.
De manera paralela, las historias
de los limeños Ismael Carrera y Rigoberto también contrastan. El primero,
viudo, es igualmente un hombre que logró desarrollar exitosamente una empresa
de seguros, pero sus dos hijos, los mellizos Miki y Escobita, carecen de amor
filial, de respeto. Son dos hienas que sólo esperan la muerte del anciano padre
para rapiñar su fortuna. En cambio, Rigoberto (personaje de otras novelas de
Vargas Llosa), casado en segundas nupcias con Lucrecia y ya jubilado, tiene un
fuerte vínculo con su hijo, el ya quinceañero Fonchito, y a pesar de la
diferencia de edad se preocupa sinceramente de lo que le ocurre para tratar de
ayudarlo.
Los hábitos de trabajo fuerte, la
honestidad, la eficiencia y la lealtad demostrada por los de la generación
mayor (Felícito, Ismael, Rigoberto) tendrá diferentes consecuencias, según cada
caso, en los hijos y en los empleados (la criada Armida, el chofer Narciso).
Pareciera ser lo ocurrido con Latinoamérica: lo construido por las generaciones
forjadoras es dilapidado por los descendientes parásitos, a causa de la
indiferencia paternal que se conforma con satisfacer en exceso sus necesidades
en lo material, sin reforzar otros tipos de vínculación.
El título de la novela alude a
dos obras del jesuita Baltazar Gracián: “El héroe” y “El discreto”,
pertenecientes a esa corriente tan denostada de la reflexión moral, pero tan
arraigada en las literaturas de nuestro idioma. Una reflexión moral que ha
tenido una vigencia en el paso de los siglos, desde el período barroco hasta la
actualidad.
En la novela, la movilidad social
resulta ser un producto de los propios méritos y no de la suerte. Las virtudes
son recompensadas y las maldades y deslealtades irrevocablemente castigadas. No
importa que se trate de la capital del país, Lima, o de una capital
provinciana, Piura: los hechos son en el fondo similares. La manera de
resolverlas tiene que ser drástica, rompiendo con todo sentimentalismo. Esa
firmeza de carácter soluciona los males de las acciones torcidas y
traicioneras. Ese es el sentido de discreto que tiene en la obra, como la
manejaban en sus tiempos nuestros clásicos del Siglo de Oro.
Aparentemente –y en contra de los
provocadores prejuicios irracionalistas, de voluntad destructiva, que corroen
gran parte de la alta cultura- se trata de una posición moralizadora del autor.
Pero es importante reconocer que la novela retoma muchas características de las
telenovelas (los culebrones) latinoamericanas, con sus apropiaciones de mitos y
cuentos (La Cenicienta, por ejemplo, en el matrimonio del millonario con su
criada Armida, que es uno de los ejes de la novela, y que contrasta con otra
secuencia, que es la de Felícito con su “casa chica”, donde mantiene a su
adorada Mabel), lo cual indican explícitamente en la novela los propios
personajes. Los comentarios que hacen éstos conllevan la idea de evaluar, de
modo semejante a cómo se construye una representación de la sociedad a través
de sus percepciones y opiniones.
Varios de estos personajes
cuentan con pocos vínculos de verdadera amistad; seres solitarios, marginados,
por diversas razones, como el chino Lou -que enseñó el arte del Qi Gong a
Felícito-, Adelaida, Gertudris, Armida y el sargento Lituma.
El suspenso se dosifica con
eficacia en esta novela, cuyas acciones se encadenan dentro de una lógica
rigurosa, con una coherencia que hace verosímiles los desenlaces inesperados de
algunas secuencias. Una prosa clara y precisa, que a pesar de los peruanismos
(“churre” por “niño”, la expresión “che guá”, etc.), permite una lectura
fluida, que no tiene estorbos a pesar de las ocasionales rupturas de la
temporalidad –bien integradas- y del paralelismo de acciones.
En muchos momentos, se notan
semejanzas con el mundo de García Márquez, sobre todo en la secuencia de
Felícito –y, en especial, con los diálogos y andanzas del capitán Silva y el sargento
Lituma-, además de sus toques de realismo mágico en la mulata vidente Adelaida
y en las apariciones del enigmático Edilberto Torres a Fonchito, adolescente
que busca en la religión respuestas a dudas vivenciales. Hay algunos guiños
también a “La muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes. Y el mundo de
Rigoberto tiene mucho de ambiente cortazariano. Como si Vargas Llosa, le
rindiera tributo a sus compañeros del “boom”.
Vargas Llosa, Mario: “El héroe
discreto”, Alfaguara, México, 2013, 385 páginas.
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