domingo, 3 de noviembre de 2013

"El héroe discreto"




Jorge Cortés Ancona

En su última novela, Mario Vargas Llosa parece concentrar la raíz de los problemas de violencia y corrupción en el seno de la propia familia. Esta postura ética se percibe dentro de la biografía de cada uno de los personajes. En principio es la historia de Felícito Yanaqué, hijo único de un padre analfabeto que trabajó toda la vida para permitirle cursar estudios básicos y, a la larga, desarrollar una mediana y próspera empresa transportista. Como parte de sus firmes decisiones, ha renunciado a su apellido materno, luego de que su madre abandonara al padre y a él mismo, sin que se volviera a saber de ella.

De su padre obtiene la enseñanza de que no hay que dejarse pisotear por nadie y será la importante herencia que le lega, luego de haber muerto en la pobreza y ser enterrado en una fosa común. La devoción filial de Felícito hacia su progenitor lleva implícito un orgullo por el parentesco de sangre. Casi una reminiscencia naturalista, pero quizá más bien una idea tradicional, de raigambre indígena, como lo es en buena medida Felícito, tal como se ve en sus actitudes, decisiones, fisonomía y apellido. 

En contraste, Gertrudis, su esposa, como sabremos en el transcurso de la novela, ha sido una víctima de la vileza de su madre, que la explotaba sexualmente y termina casándola con Felícito luego de quedar embarazada. El escaso trato con los hijos, empleados de la empresa paterna, revela las laxas condiciones de esta familia piurana.

De manera paralela, las historias de los limeños Ismael Carrera y Rigoberto también contrastan. El primero, viudo, es igualmente un hombre que logró desarrollar exitosamente una empresa de seguros, pero sus dos hijos, los mellizos Miki y Escobita, carecen de amor filial, de respeto. Son dos hienas que sólo esperan la muerte del anciano padre para rapiñar su fortuna. En cambio, Rigoberto (personaje de otras novelas de Vargas Llosa), casado en segundas nupcias con Lucrecia y ya jubilado, tiene un fuerte vínculo con su hijo, el ya quinceañero Fonchito, y a pesar de la diferencia de edad se preocupa sinceramente de lo que le ocurre para tratar de ayudarlo.

Los hábitos de trabajo fuerte, la honestidad, la eficiencia y la lealtad demostrada por los de la generación mayor (Felícito, Ismael, Rigoberto) tendrá diferentes consecuencias, según cada caso, en los hijos y en los empleados (la criada Armida, el chofer Narciso). Pareciera ser lo ocurrido con Latinoamérica: lo construido por las generaciones forjadoras es dilapidado por los descendientes parásitos, a causa de la indiferencia paternal que se conforma con satisfacer en exceso sus necesidades en lo material, sin reforzar otros tipos de vínculación.

El título de la novela alude a dos obras del jesuita Baltazar Gracián: “El héroe” y “El discreto”, pertenecientes a esa corriente tan denostada de la reflexión moral, pero tan arraigada en las literaturas de nuestro idioma. Una reflexión moral que ha tenido una vigencia en el paso de los siglos, desde el período barroco hasta la actualidad.

En la novela, la movilidad social resulta ser un producto de los propios méritos y no de la suerte. Las virtudes son recompensadas y las maldades y deslealtades irrevocablemente castigadas. No importa que se trate de la capital del país, Lima, o de una capital provinciana, Piura: los hechos son en el fondo similares. La manera de resolverlas tiene que ser drástica, rompiendo con todo sentimentalismo. Esa firmeza de carácter soluciona los males de las acciones torcidas y traicioneras. Ese es el sentido de discreto que tiene en la obra, como la manejaban en sus tiempos nuestros clásicos del Siglo de Oro.

Aparentemente –y en contra de los provocadores prejuicios irracionalistas, de voluntad destructiva, que corroen gran parte de la alta cultura- se trata de una posición moralizadora del autor. Pero es importante reconocer que la novela retoma muchas características de las telenovelas (los culebrones) latinoamericanas, con sus apropiaciones de mitos y cuentos (La Cenicienta, por ejemplo, en el matrimonio del millonario con su criada Armida, que es uno de los ejes de la novela, y que contrasta con otra secuencia, que es la de Felícito con su “casa chica”, donde mantiene a su adorada Mabel), lo cual indican explícitamente en la novela los propios personajes. Los comentarios que hacen éstos conllevan la idea de evaluar, de modo semejante a cómo se construye una representación de la sociedad a través de sus percepciones y opiniones.

Varios de estos personajes cuentan con pocos vínculos de verdadera amistad; seres solitarios, marginados, por diversas razones, como el chino Lou -que enseñó el arte del Qi Gong a Felícito-, Adelaida, Gertudris, Armida y el sargento Lituma.

El suspenso se dosifica con eficacia en esta novela, cuyas acciones se encadenan dentro de una lógica rigurosa, con una coherencia que hace verosímiles los desenlaces inesperados de algunas secuencias. Una prosa clara y precisa, que a pesar de los peruanismos (“churre” por “niño”, la expresión “che guá”, etc.), permite una lectura fluida, que no tiene estorbos a pesar de las ocasionales rupturas de la temporalidad –bien integradas- y del paralelismo de acciones.

En muchos momentos, se notan semejanzas con el mundo de García Márquez, sobre todo en la secuencia de Felícito –y, en especial, con los diálogos y andanzas del capitán Silva y el sargento Lituma-, además de sus toques de realismo mágico en la mulata vidente Adelaida y en las apariciones del enigmático Edilberto Torres a Fonchito, adolescente que busca en la religión respuestas a dudas vivenciales. Hay algunos guiños también a “La muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes. Y el mundo de Rigoberto tiene mucho de ambiente cortazariano. Como si Vargas Llosa, le rindiera tributo a sus compañeros del “boom”.    

Vargas Llosa, Mario: “El héroe discreto”, Alfaguara, México, 2013, 385 páginas.

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