Si hay pueblos que han sido poco admirados en la Historia, esos son los que vivieron en el área cultural llamada Aridamérica, que comprende vastas regiones de lo que hoy es el norte de México y el suroeste de Estados Unidos. Un territorio de pueblos nómadas dedicados a la caza y a la recolección en zonas desérticas, y que sobrevivieron en esas regiones durante milenios debido a que su población no era abundante y la naturaleza les brindaba más que lo suficiente para comer.
En contraste con los pueblos de Mesoamérica, los aridoamericanos no se distinguieron por sus conocimientos de agricultura ni les hizo falta saber gran cosa de arquitectura. En buena medida, por esas razones nos son tan poco conocidos, al grado de que injustamente no acostumbramos incluirlos en la secuencia del orgullo histórico mexicano.
Entre esos pueblos están los pericúes, que habitaron el extremo meridional de lo que ahora es el estado de Baja California Sur y que constituyen el tema del drama La guaycura fantasma, de Mario Jaime (nacido en México, D.F. en 1977), que se basa en el suceso histórico de la rebelión de los pericúes en 1734 e integra al desarrollo de la trama el espacio mítico tanto indígena como católico.
La obra se divide en tres partes llamadas tiempos, en tres zonas distintas del actual territorio sudbajacaliforniano, plasmando con una gran capacidad de síntesis los hechos relevantes que conformaron esta poco difundida rebelión indígena del siglo XVIII, cuyos puntos neurálgicos fueron los respectivos tormentos de los misioneros jesuitas Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral.
El celo jesuita, apoyado por la transición que representan los pericúes mestizos o convertidos al cristianismo, choca con la experiencia de vida de este pueblo del desierto. Esto implica que la obra no sólo se ocupa de los hechos violentos del suceso sino que también se adentra en la conciencia de los personajes protagónicos como ocurre con el más complejo del dramatis personae que es Atzú, el cual entre otros conflictos interiores tiene el de estar lleno de dudas religiosas por las inconsistencias bíblicas y el remordimiento por haber dejado a su esposa guaycura para seguir obediente la prédica de los jesuitas.
En contraposición está la figura de Nicolás Tamaral, con la acostumbrada intolerancia de los misioneros por la poligamia de nuestros pueblos originarios y agobiado por las obsesiones sexuales que lo invaden y terminarán provocando su derrota interior: “Pero Señor, ni siquiera conozco su nombre es una india nocturna, sus ojos me derriban, pienso en ella y me precipito a los infiernos ¡Qué dulce infierno! ¡Ah! ¡Qué dulce! No quiero olvidarte, no puedo, deseo, deseo. Satán, tu arma es la mujer” (p. 24).
Los pericúes se llaman a sí mismos “los hombres azules” y en la obra presagian su extinción, no sin antes luchar hasta la muerte. Sus razones se escuchan por boca del cacique rebelde Domingo Botón: “Nos concentramos en trabajar para el otro. Nos concentramos en amar lo que nos imponen los otros. Nos concentramos en comprender los discursos que no han salido de nuestro pulmón. Volveremos a ser la respiración del pez. Volveremos si nuestro brazo es capaz de calentarse como la sangre”.
En términos generales, el drama cobra parte de su tensión en los azotes del colonialismo, como resume el caudillo Chicori: “Si ustedes nos lastiman es justicia, si nosotros les respondemos con fuerza igual, somos criminales. Ya conocemos ese pensamiento” (p. 51).
Un personaje que simboliza el poder y la caída de estos pueblos es Airapí, la mujer guaicura, que es otro de los pueblos que habitaron esa región. Su nombre es igual al topónimo originario de la actual ciudad de La Paz y es una mujer que abandonó a su pueblo para irse con Atzú, quien a su vez la abandonó. Su condición femenina tiene un carácter polimórfico al ser víctima de ese abandono, al ser objeto de la obsesión sexual del jesuita Tamaral que la viola y al encarnar un espíritu de lucha y sufrimiento como una diosa.
Es de celebrar que el autor indague en este hecho histórico que merece ser conocido ampliamente y que desarrolle un drama donde la cruda Historia quede subsumida principalmente en el imaginario de los combatientes vencidos. Aunque la obra se ubica en un espacio determinado en el tiempo y el espacio, con referencias a una cultura determinada, alcanza una dimensión de universalidad, con la particularidad de que aquí se da un cierre definitivo y no una circularidad del mito.
Sin duda, este drama inquiere por el sustrato cultural del norte de México, una vasta región que en los diferentes géneros literarios está indagando el proceso histórico-social de una realidad cuya riqueza y complejidad se revelan cada vez más.
La guaycura fantasma obtuvo el Premio Estatal de Dramaturgia Ciudad de La Paz, en 2009, con un jurado integrado por Sigifredo Esquivel Marín, Javier Acosta y Juan José Macías.
Jaime, Mario: La guaycura fantasma, Instituto Sudcaliforniano de Cultura, La Paz, 2009, 75 pp.
viernes, 25 de junio de 2010
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