domingo, 3 de noviembre de 2013

"Ese tono del tiempo"



                                                              Jorge Cortés Ancona
“En cada hoja / que vuela por los aires desprendida / del árbol secular, cae una vida”, pasaje que representa lo que es la poesía y el mundo de Francisco A. de Icaza. No se ancla en la Historia, pero sí en el tiempo, sobre todo en su fugacidad.

Lejos de expresarse con angustia desbordada lo hace más bien con la tranquila reflexión ante esas sencillas manifestaciones de la vida como cuando mira hacia la infancia que juega y desconoce el sufrimiento del porvenir. En Icaza late una actitud ante la vida donde se valoran los hechos comunes. No falsea el amor, ni se exalta ante las circunstancias. No hay cambios bruscos ni en los temas ni en el estilo: a pesar del paso de los años, un mismo temperamento.

Poemas breves, algunos sumamente cortos. Endecasílabos y versos de arte menor; algunos alejandrinos. Unos pocos sonetos. En sus versos de levedad y distinción señoriales “no se siente el esfuerzo”, como decía Enrique Díez-Canedo. “El ritmo es implacable. Los versos están engarzados con tal arte, que no se advierten las junturas”, afirmaba Ramiro de Maeztu. Sus rimas tienen esa rara condición de estar imbuidas de silencio, aunque percibamos un ritmo sabiamente pausado que produce un sentimiento de armonía en nuestro ánimo de lectores.

Ese ritmo es dulce, sereno, sencillo. Evocador de ese sonido tan espiritual del agua que corre. Poesía fresca, cristalina, distante de un fervor religioso, aunque trasunta un equilibrio interior, una resignación ante el paso de la vida y el destino inexorable.

Abunda el color, porque el poeta ostenta un espíritu de pintor y de escultor. Por su sensación de la forma -modelador de líneas fluidas- hace de cada uno de sus poemas una pieza impecable, a manera de un ánfora refinada. Esa vocación plástica verbal habría de concretarse en su nieto Francisco Icaza, integrante del grupo humanístico de Los Interioristas, también llamado Nueva Presencia.

Poeta cristalino para el que no es que triste la nieve. “Lo fúnebre es la niebla”.   ¿De México? Una mención apenas a la bandera y el escudo nacionales, en un par de estrofas. Los suyo son los paisajes de ciudades y pueblos españoles, pero sobre todo los paisajes del alma.

Una breve composición suya: “Dale limosna, mujer, / que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada”, está tan incorporada a la tradición popular que incluso en las grabaciones de varios autobuses turísticos de la mencionada ciudad andaluza ni siquiera se menciona su autoría.  (Como tampoco mencionan la existencia de la famosa canción que Agustín Lara dedicó a esa bellísima ciudad).

Hasta su cinismo es mesurado y pasa inadvertido. (“Quiéreme, que aunque es seguro / que mi amor no es casto y puro, / te he de querer mucho y bien. (…) Piensa de diverso modo; / mira que el amor es todo, / y amémonos bien los dos. / No hables de virtud cristiana, / que si te canso… mañana / podrás entregarte a Dios”).

Francisco Asís de Icaza nació en 1863 -hace 150 años- en la ciudad de México y murió en 1925 en Madrid. En vida se le reconoció como un insigne erudito, especialista en el Siglo de Oro. Una compilación amplia de sus poemas es la de Cancionero de la vida honda y de la emoción fugitiva, publicado en Madrid en 1928, libro organizado en diversas secciones, y que desde el inicio (“También el alma tiene lejanías”) hasta el final (“símbolo de mi vida / será mi corazón una zarza florida”) hace gala de una integridad lírica sin fisuras ni caídas. En verdad, muy poco se le ha reeditado.

"El héroe discreto"




Jorge Cortés Ancona

En su última novela, Mario Vargas Llosa parece concentrar la raíz de los problemas de violencia y corrupción en el seno de la propia familia. Esta postura ética se percibe dentro de la biografía de cada uno de los personajes. En principio es la historia de Felícito Yanaqué, hijo único de un padre analfabeto que trabajó toda la vida para permitirle cursar estudios básicos y, a la larga, desarrollar una mediana y próspera empresa transportista. Como parte de sus firmes decisiones, ha renunciado a su apellido materno, luego de que su madre abandonara al padre y a él mismo, sin que se volviera a saber de ella.

De su padre obtiene la enseñanza de que no hay que dejarse pisotear por nadie y será la importante herencia que le lega, luego de haber muerto en la pobreza y ser enterrado en una fosa común. La devoción filial de Felícito hacia su progenitor lleva implícito un orgullo por el parentesco de sangre. Casi una reminiscencia naturalista, pero quizá más bien una idea tradicional, de raigambre indígena, como lo es en buena medida Felícito, tal como se ve en sus actitudes, decisiones, fisonomía y apellido. 

En contraste, Gertrudis, su esposa, como sabremos en el transcurso de la novela, ha sido una víctima de la vileza de su madre, que la explotaba sexualmente y termina casándola con Felícito luego de quedar embarazada. El escaso trato con los hijos, empleados de la empresa paterna, revela las laxas condiciones de esta familia piurana.

De manera paralela, las historias de los limeños Ismael Carrera y Rigoberto también contrastan. El primero, viudo, es igualmente un hombre que logró desarrollar exitosamente una empresa de seguros, pero sus dos hijos, los mellizos Miki y Escobita, carecen de amor filial, de respeto. Son dos hienas que sólo esperan la muerte del anciano padre para rapiñar su fortuna. En cambio, Rigoberto (personaje de otras novelas de Vargas Llosa), casado en segundas nupcias con Lucrecia y ya jubilado, tiene un fuerte vínculo con su hijo, el ya quinceañero Fonchito, y a pesar de la diferencia de edad se preocupa sinceramente de lo que le ocurre para tratar de ayudarlo.

Los hábitos de trabajo fuerte, la honestidad, la eficiencia y la lealtad demostrada por los de la generación mayor (Felícito, Ismael, Rigoberto) tendrá diferentes consecuencias, según cada caso, en los hijos y en los empleados (la criada Armida, el chofer Narciso). Pareciera ser lo ocurrido con Latinoamérica: lo construido por las generaciones forjadoras es dilapidado por los descendientes parásitos, a causa de la indiferencia paternal que se conforma con satisfacer en exceso sus necesidades en lo material, sin reforzar otros tipos de vínculación.

El título de la novela alude a dos obras del jesuita Baltazar Gracián: “El héroe” y “El discreto”, pertenecientes a esa corriente tan denostada de la reflexión moral, pero tan arraigada en las literaturas de nuestro idioma. Una reflexión moral que ha tenido una vigencia en el paso de los siglos, desde el período barroco hasta la actualidad.

En la novela, la movilidad social resulta ser un producto de los propios méritos y no de la suerte. Las virtudes son recompensadas y las maldades y deslealtades irrevocablemente castigadas. No importa que se trate de la capital del país, Lima, o de una capital provinciana, Piura: los hechos son en el fondo similares. La manera de resolverlas tiene que ser drástica, rompiendo con todo sentimentalismo. Esa firmeza de carácter soluciona los males de las acciones torcidas y traicioneras. Ese es el sentido de discreto que tiene en la obra, como la manejaban en sus tiempos nuestros clásicos del Siglo de Oro.

Aparentemente –y en contra de los provocadores prejuicios irracionalistas, de voluntad destructiva, que corroen gran parte de la alta cultura- se trata de una posición moralizadora del autor. Pero es importante reconocer que la novela retoma muchas características de las telenovelas (los culebrones) latinoamericanas, con sus apropiaciones de mitos y cuentos (La Cenicienta, por ejemplo, en el matrimonio del millonario con su criada Armida, que es uno de los ejes de la novela, y que contrasta con otra secuencia, que es la de Felícito con su “casa chica”, donde mantiene a su adorada Mabel), lo cual indican explícitamente en la novela los propios personajes. Los comentarios que hacen éstos conllevan la idea de evaluar, de modo semejante a cómo se construye una representación de la sociedad a través de sus percepciones y opiniones.

Varios de estos personajes cuentan con pocos vínculos de verdadera amistad; seres solitarios, marginados, por diversas razones, como el chino Lou -que enseñó el arte del Qi Gong a Felícito-, Adelaida, Gertudris, Armida y el sargento Lituma.

El suspenso se dosifica con eficacia en esta novela, cuyas acciones se encadenan dentro de una lógica rigurosa, con una coherencia que hace verosímiles los desenlaces inesperados de algunas secuencias. Una prosa clara y precisa, que a pesar de los peruanismos (“churre” por “niño”, la expresión “che guá”, etc.), permite una lectura fluida, que no tiene estorbos a pesar de las ocasionales rupturas de la temporalidad –bien integradas- y del paralelismo de acciones.

En muchos momentos, se notan semejanzas con el mundo de García Márquez, sobre todo en la secuencia de Felícito –y, en especial, con los diálogos y andanzas del capitán Silva y el sargento Lituma-, además de sus toques de realismo mágico en la mulata vidente Adelaida y en las apariciones del enigmático Edilberto Torres a Fonchito, adolescente que busca en la religión respuestas a dudas vivenciales. Hay algunos guiños también a “La muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes. Y el mundo de Rigoberto tiene mucho de ambiente cortazariano. Como si Vargas Llosa, le rindiera tributo a sus compañeros del “boom”.    

Vargas Llosa, Mario: “El héroe discreto”, Alfaguara, México, 2013, 385 páginas.