lunes, 16 de julio de 2007

La larga jornada

La larga jornada
Jorge Cortés Ancona
Luis se había quedado dormido en la hamaca, después de pasarse horas contando chiste y chiste que al final ya ni se entendían a causa de su lengua estropajosa. Mientras la brisa lo mecía, la botella de ron se quedó chorreando sobre la arena, con el vaso tirado a un lado, dejando escurrir un poco de líquido.
Polo no tuvo ningún escrúpulo en acariciar a Esther, sentada ante la fogata y de espaldas a él. Eran caricias dentro de un silencio interminable, a las que ella sólo correspondía con un movimiento suave de su cabeza sobre su hombro izquierdo. Sin que ella estuviera de frente a Polo en ningún momento, todo fue muy rápido. Cuando terminaron, Polo se dio cuenta de que algo había cambiado en ella, que al principio no parecía preocupada y después se había puesto rígida y a la vez temblorosa, dentro de una actitud demasiado pensativa.
Polo se recostó un momento para mirar las estrellas, pero pronto se dio cuenta de la irradiación del contorno de Esther. Con la espalda oscura, el brillo alrededor de ella le daba una sensación de algo fuera de este mundo, como un sol negro en el que los contrastes fueran extremos. Ella seguía con su aire rígido, mientras se reconcentraba en el mar, aunque en realidad no parecía ser el mar lo que estaba viendo.
Siempre de espaldas a Polo, empezó una larga confesión. Dentro del abatimiento de la larga jornada de cerveza y ron, el prolongado baño en el mar, los trabajos para instalar los postes y las hamacas, la difícil encendida de la fogata, Polo sólo recordaba algo de malos manejos del dinero de las viejas herencias de los abuelos, de algunos actos violentos que aunque no se convertían en golpes eran aun más dañinos para el deterioro físico de Esther, de casi toda una década de esos años 60 sin más salidas que los pocos viajes a playas desiertas en que él consentía en que lo acompañara…
Por un momento, Polo se preguntó qué estaba haciendo ahí, oyendo lo que no quería oír porque no le convenía escucharlo; por qué había tenido que venir a este sitio, animado sólo por la vaga sensación de poder ver a Esther en traje de baño y con una leve esperanza de que algo llegara a ocurrir entre ellos a espaldas de Luis. Pero eran socios y no debía tratar de mover mucho las cosas a riesgo de que todo se perdiera.
Sin embargo, no dudó en aceptar cuando ella le pidió ayuda. Estaban donde nadie se daría cuenta. No le habían dicho ni siquiera a los padres de Esther que irían los tres a ese pedazo de playa desconocida y en el camino sólo se habían cruzado con camiones de carga y rebasado algunas bicicletas. Era fácil deshacerse de él. Todos sabían que a Luis le gustaba explorar playas vacías en toda la Península. Que permanecía solo, bebiendo y fumando mota, a veces durante toda una semana. Que irse y volver sin previo aviso era una costumbre que como tal pasaba por completo inadvertida.
Esther fue por un lado y Polo por el otro, previniéndose de un despertar inesperado -que no ocurrió- y lo arrastraron hacia el mar. Dentro del agua a la altura de sus caderas, Esther le apretó la cabeza mientras Polo maniataba a Luis con los brazos sobre su espalda. Luego de unas sacudidas bruscas, se fue desvaneciendo su resistencia hasta llegar a una detención súbita del cuerpo. El cuerpo fue empujado aun más adentro del mar.
Cuando regresaron a la playa, se dieron cuenta de que se habían olvidado de quitarle las llaves y los papeles de su bolsillo, que podían ser pruebas para identificarlo, así que fue necesario que Esther volviera hacia donde flotaba Luis. Cuando ella volvió le pidió a Polo que se alejara durante una hora, por completo fuera de su vista, lo más lejos posible.
Polo se fue alejando tierra adentro, sintiendo que había demasiados mosquitos y que la brisa era muy fría. Era difícil caminar entre tanta vegetación espesa, así que al llegar a un espacio despejado de plantas, se acostó a mirar las estrellas. La visión del contorno irradiante de la espalda de Esther empezó a flotar en el cielo. Aunque creyó que había pasado más tiempo, se percató de que era la hora justa pactada para el regreso.
El frío era aun más fuerte conforme regresaba hacia la playa. Cuando volvió ya no estaban ni Esther, ni la hamaca ni el carro. No había quedado nada de su ropa ni de nada más. Sólo restos de la fogata y el vaso y la botella de ron vacía. Llamó a gritos a Esther y se metió al mar desesperado, tratando de vislumbrar su contorno irradiante. Fue una búsqueda por mar y arena durante horas, durante días, que siguió a lo largo de kilómetros de playa, insolado y con la espalda llena de ronchas, con la sed ahogándolo inevitablemente.